Siempre había visto la vejez desde la distancia, de unos abuelos distantes al no haber podido compartir su vejez. Tampoco la de otros viejos, conocidos o no, con los que me cruzaba, padre o abuelos de otros y no puedo poner de ejemplo a mi papá, porque él siempre fue así, nunca le conocí joven y era mi papá.
Por
eso nunca supe lo que era ser viejo y eso que ser viejo, en aquellas épocas,
era todo aquel que superaba los cincuenta años, si llegaban a ellos; los de
setenta o más, los llamábamos viejitos, por cuestiones de distinción,
connotación que les hacía más patriarcales y supongo que más respetables.
Y hoy, al verme ya sé lo que es verse viejo, porque así lo miran los demás a uno y uno negándose a ser viejo a pesar de envejecer.
… y se dijo que
para dar disgustos siempre había tiempo.[1]

Mijo: la sola lectura del título arrastra viejas emociones. Si se es infante, ni siquiera se tiene la conciencia que de ese cascarón tarde o temprano se habrá de asumir un abandono. Si adolescente, se disfrutan solo algunos destellos fugaces que son evidentemente mejores que los propios de la etapa precedente, pero sin vislumbrar con mucha conciencia las consecuencias de lo que de verdad, vendrá. Si adulto, ni de vainas pretender seguir siendo adolescente, pero con sustico de lo que desde ya se presagia como la debacle del fracaso final. Al final, senil, menos mal, quedan los recuerdos todos, que se desgranan y evaporan lentamente. Ahora, solo la única certeza de todo ese paseo. La certeza que “de morir habemus”.
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