miércoles, 14 de diciembre de 2016

EL ESPEJO, MI ALTER EGO (II)

Hay algo que Dios ha hecho mal.
A todo le puso límites menos a la tontería.
 Konrad Adenauer

Decía que ya era hora de mirar para adentro. La proximidad a la eternidad, debe llevar a la sinceridad con uno mismo, para que le dé alguna serenidad al momento inmencionable, porque hay palabras que en el mejor estilo religioso es mejor decir: el inmencionable o el que no tiene nombre! Sutilezas de lenguaje que de igual manera ayudan a mentirse uno mismo; primer pecado en que caigo, naturalmente luego de sincerarme. Los hábitos son difíciles de dejar.

Volviendo al cuento, qué tal si le pregunto al espejo: De qué tienes miedo? –A propósito, cuando uno habla con uno mismo se tutea o se ustea?-.

Me devuelve la pregunta: A qué le tengo miedo?

El silencio que se impone más que sepulcral es hiriente, agresivo. Una pregunta demasiado íntima, que traspasa los límites de la decencia, se diría y más cuando se hace de manera irreflexiva y apabullante, como hecha por quien no tiene derecho alguno para hacerla.

El silencio que incomoda, pero alguno ha de continuar aún a su pesar, si es que se quiere lograr algo.

Esos ojos dejan entrever la existencia de miedos atávicos, muy lejanos, como el que debió sentir el troglodita corriendo delante de un dinosaurio para no ser el desayuno. Pasados, muy pasados o muy recientes. Los muy pasados, bien ocultos, mientras que los más recientes, son los que traen su amargura diaria, pero también los hay ocultos y olvidados, de cualquier manera y aún los olvidados y ya enterrados, afortunadamente y que han de ser objeto de ejercicio.

A este último pertenece ya al recuerdo, el miedo de niño, hoy superado naturalmente. Experiencia de campo de fútbol. La circunstancia de estar solo en el campo de fútbol del colegio, resulta intrascendente, aunque hoy me pregunto qué hacía allí, si estaba en recreo, si me había dejado el bus a la hora del almuerzo, me había evadido? Esos hechos resultan intrascendentes para el recuerdo y tal vez, por más esfuerzo que pudiera hacer, no vendrá explicación alguna, porque el motivo del recuerdo es el miedo. Y no creo que haya sido el primero de mi vida, pero sí el que más impacto pudo causarme, en ese momento.

En el campo de fútbol estaba entrenando un grupo de estudiantes mayores; en esa época la cancha me parecía exageradamente grande. Al parecer no tenía nada qué hacer, ni afán por hacer, si es que hubiera algún motivo por el cual estaba allí. Era un lugar medianamente vetado para mí, pues no estaba ni en primaria ni en secundaria, estaba entre las dos edificaciones que se interponían entre ellas y que hacían la distinción, la preparatoria, hoy entendería que estaba en el lugar que preparaba a la secundaria, con su propio patio de recreo, de instalaciones, aislado el uno del otro, independiente entre ellos, marcando la diferencia. Para el que salía de primaria, un halago para sentir que se había crecido y que de profesoras y monjas se pasaba a manos de profesores y curas. Pero supongo que el de secundaria, porque no tuve la oportunidad de experimentarlo, miraba hacia la preparatoria, nos miraban como niños, diciendo: menos mal ya salimos de allá, ya no se es de esa casta pordebajiada.

No estoy seguro si el cuento lo eche en otra oportunidad, si así fue, presento excusas debidas a mi memoria, a alguien ha de echársele la culpa!

En la cancha, a cielo abierto, me veo mirando embelesado el entrenamiento de fútbol y me voy aproximando tímidamente al arco, por la línea del fuera de lugar, tiro de esquina, así lentamente, pase a pase, hasta que me encuentro contra los palos del arco. Pasa el tiempo y miro cómo pasa el balón de lado a lado y, me imagino por mi propia experiencia de hiperactividad de la época, que caminaba lentamente de aquí para allá, por el borde de la línea de tiro hasta mi límite que era el palo vertical del arco. No recuerdo bien si previamente había notado el bulto que en una esquina del arco había. Naturalmente correspondía a la ropa y libros de quien hacía las veces de arquero. Cuánto tiempo transcurrió? No lo recuerdo, pero en algún momento di un paso y sentí que pisaba el bulto que allí reposaba y al mismo tiempo hacía explosión, o al menos eso me pareció, el sonido de ruptura de algún objeto. En cámara lenta levanté el pie y miré al suelo. Las gafas del portero se habían roto y no eran cualquier tipo de gafas, eran de las de piloto de avión. Dios mío! (aquí debo hacer otro paréntesis, no dije ninguna vulgaridad, porque que me acuerde las groserías venían después de los 15 o 17 años de edad, por lo tanto no las sabía, recuerdo tanto que la máxima expresión que se oía en el entorno era carajo!, pero aún así ésta era grosera).

Ver esas lujosas gafas rotas: Dios me libre, el susto inicial fue grande y el miedo posterior, peor. Me veo en cámara lenta, seguro no eché a correr de inmediato. El portero se encontraba bastante adelante, por lo que supuse no escuchó el chirrido asesino. Le vi a lo lejos y como para no levantar sospecha, me fui retirando lentamente, de a poquitos, con el corazón a punto de salirme del pecho y evitando por todos los medios ser reconocido como el causante del accidente. De esa manera camuflé mi responsabilidad, porque no fui capaz de confesar, no podía confesar y más si pensaba cuánto podían costar esas gafas. Luego de perderme en la lejanía del camino de retorno, no recuerdo nada, aunque toda la tarde y los días siguientes durante un buen tiempo que no me acuerdo cuánto, el miedo me siguió.

Pero se hizo más intenso, y así se volvería a repetir durante el tiempo en que éste me acompañó, porque para mi desgracia, el portero tomaba la misma ruta de regreso a mi casa. A la salida –palabra que también causaba temor antaño, cuando a uno lo retaban con esa frase, significaba que la pelea se postergaba para la hora de salida del colegio, aunque nunca fue mi caso, afortunadamente-. A la salida, decía, el recorrido entre la fila y la subida al bus, debió ser una tortura inmensa, pensando en que todos los ojos me miraban acusadoramente y el mayor temor, ver subir al dueño de las gafas –curiosamente de apellido Mayor, no lo olvido- y verlo mirar hacia el fondo buscando puesto, pero yo imaginando que me está buscando a mí y sentir que pasa a mi lado, sintiendo que el corazón se me para en ese preciso instante, verlo seguir y el corazón reiniciando el latido, pero a toda velocidad, durante todo el trayecto de tortura hasta el paradero de él, porque me parece recordar que se bajaba primero que yo. Y así varios días, limitados en la desesperación sólo a los trayectos de la ruta. Me camuflaba en la silla, centrando la mirada hacia la ventanilla, para que no me reconociera, para que no me pudiera culpar de su propio descuido. (Bonita forma de desplazar la responsabilidad. A eso me refería y es la mejor forma como queda explicado, con el ejemplo!).

Un miedo irracional, guardadas proporciones por la edad, pero miedo fue. Hoy, visto en perspectiva, es de los miedos olvidados y enterrados, afortunadamente ya pasado. Pero fue aterrador y viví la carga de culpabilidad extrema y la que le quise dar.

Me sonrío hoy o es el espejo el que sonríe con el recuerdo?

Ya que mencioné la cancha de fútbol del colegio, me recuerda otro miedo morboso, por mí buscado. Para bajar del campo de fútbol había una carretera destapada que iniciaba en la parte superior con el viejo teatro. Había una zanja, por la que pasaba una gran tubería por unos dos o tres metros bajo tierra y en el medio había una caja colectora, creo que se llama, siempre llena de agua sin rebozar el límite. Guardadas proporciones, la gran tubería de antaño hoy no sabría decir de qué calibre o tamaño, pero recuerdo que a duras penas cabía una persona, para ser más preciso, un niño como era yo. Cabía, pero de rodillas. Dentro, silencio y oscuridad, mas el obstáculo que se presentaba en la mitad de un cuadrado colector, que hoy no veo muy claro o si éste es producto de mi imaginación actualizada, pero como sea, el tubo estaba allí. Cómo lo conocí? No lo recuerdo, pero sí me aproximo al recuerdo al pensar que fue descubierto por algún compañero y en su momento el reto fue pasarlo, para no quedar como una niñita –epíteto de reto de usual usanza por la época-. Recuerdo haberlo pasado en fila india con varios compañeros, entre risas y sustos ahogados.

Me refiero en este caso al miedo morboso, este último porque a pesar del primero, el hecho de pasarlo generaba un placer irresistible: quienes lo han sentido pueden entender a qué me refiero. Algo así de sin querer queriendo. Pero en su plenitud estaba cuando se pasaba solo y a solas, sin testigo alguno. Cada vez que tenía oportunidad y encontrándome solo veía voces que salían del tubo retándome a que no era capaz y otra voz a que sí y yo con ese placer de decisión y de miedo a la vez. Lo hacía, iniciaba el trayecto y sólo buscaba la luz al final del túnel y nada más la veía, me apresuraba a la mayor velocidad que podía para salir indemne. Más de una vez me sentí atrapado dentro del tubo, apoderándose de mí la desesperación de salida. Qué irresponsabilidad? Por qué lo hacía? Hoy no tengo explicación, pero supongo que era por el placer, de sentir miedo? Ahora que lo pienso, la suciedad de las rodilleras del pantalón obedecían a este trasegar y nunca tuvieron explicación para mi mamá en dónde carajos me metía, porque sacar ese mugre era “cosa del otro mundo”.

Creo que este mismo tipo de miedo me hizo arriesgado y los recuerdos se centran en ese colegio. Dándoselas de machito, diría mi madre! Las paralelas y las argollas de gimnasio, por su altura para mí, constituían otro peligro. Marimondiándose por ahí, seguiría la queja materna. Otro lugar de preferencia, como el colegio quedaba en desnivel de montaña, la parte delantera de la iglesia (Iglesia de la Merced) en su parte más superior quedaba colindando con una carretera que separaba la estructura de la preparatoria. Entre la carretera y la parte superior de la iglesia había una zanja que abarcaba desde el techo de la iglesia, allí oculta, hasta sus mismos cimientos con un apreciable espacio con el borde de la carretera que, si mal no recuerdo, tenía una especie de barda. Es decir, la cúpula de la iglesia quedaba a la altura de la carretera que llevaba a Preparatoria y Primaria. No sé cuál era el ancho de esa zanja. Fácilmente, pero no sin peligro, se podía saltar al techo de la iglesia, creo que la salté al menos una vez y el susto de la irresponsabilidad me acobarda hoy en el recuerdo. Igualmente muchas veces me asomaba desde arriba para ver el fondo siniestro.


Y para lo alargar el paso, prosigue en la siguiente sesión.

"Es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas."
 Mariano José de Larra

Foto: JHB (D.R.A.)


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