En medio de la soledad del campo, en donde reina el silencio al que
el citadino no está acostumbrado, en donde el silencio mismo retumba, no por falta
de sonidos, sino por ausencia de ruidos.
Paisaje de páramo en época de lluvias. Las montañas nubladas en la
cumbre, cubiertas por esa suave neblina que resalta frente al gris del día, encapotado
todo, con la lluvia que eterniza el día, escampando pero sin dejar de rociar el
paisaje con una eterna llovizna que pareciera nunca terminar.
Solo invita al abrigo, un buen e hirviente tinto y mirar a través de
la ventana, dejando que los pensamientos se diluyan con el paisaje de montaña que
se tiene en frente.
Al pie, la carretera, de esas que en las fotos aparecen amarillas,
como línea imperfecta que circunda el paisaje. Esporádicamente, el sonido de un
motor que le surca, haciéndole sonar, si no tronar, irrumpiendo e interrumpiendo
la paz del silencio. Es ruido de ciudad la que abstrae de la contemplación el paisaje
de montaña e indicativo de que esa paz es para disfrutarla ya, porque en la espera
está la ciudad, un anuncio de que en algún momento se ha de volver. Lo bueno no
dura eternamente, aunque lo malo tampoco, si he de ser sincero.
Pero el silencio del campo es especial. Es silencio de que no pasa
nada, de zumbar de mosca de tierra fría que inspecciona la casa, pasando de un cuarto
a otro, zumbido que hace notar el silencio extremo en que se está.
A lo lejos, un mugido perezoso, seguido tal vez por el balar de una
madre llamando a su cordero. En los intermedios, un perro ladrando, tal vez comunicando
alguna nueva a su vecino, quien le responde y retrasmite el mensaje y en algún momento
varios de ellos, de distintos lugares se hacen oír, se dejan llevar y así como iniciaron
la conversación, así, en cualquier momento termina y solo se oye el silencio nuevamente
presente.
Entonces resurge el canto de un pájaro por allí, la respuesta de otro
de familia diferente más allá, la garza levantando vuelo, el cotorreo de un infaltable
loro. En los diferentes cantos se descubre que la lluvia cesó, pero persiste el
cielo encapotado de gris que sólo incita al abrigo, al calor, a ese tinto acompañante
de soledad.
Y en medio de ese gris, un punto de luz resurge con timidez, sol de
preludio de cambio de clima. Y es como si la vida resurgiera, los ladridos, el cotorreo,
el balar y el mugido se hacen ahora más notorios, ahogando el zumbido de esa mosca
no invitada pero que continúa su recorrido de inspección por toda la casa. En el
interludio, un piar constante que hace descubrir una gallina seguida por su última
camada, todos curiosos, descubriendo su nuevo mundo y ella pendiente de su progenie,
direccionando la expedición, reubicando a los descarriados.
En la distancia celestial, el sol pareciera un foco de trémula luz.
El tiempo pasa lentamente, ese agite de ciudad se pierde en las montañas,
se hace lento, perceptiblemente lento y más con el destemplado tiempo que no ayuda
a darle agilidad. Así asumido, se sume uno con el ambiente, perezoso, indeterminado,
distante, solitario. Naturalmente desconectado de toda distracción moderna, ni celular,
ni internet, reloj mucho menos; es así como puede disfrutarse o aburrirse en este
ambiente. Cada cual sabrá cómo elegir.
Mirar por la ventana viendo cómo no pasa el tiempo, notar la diferencia
entre el minuto divino y el eterno movimiento del segundero, si se está pendiente
de él. Si no, qué importa cuánto tiempo ha pasado, basta con mirar el horizonte,
adormecerse con el tranquilo transcurrir de los pensamientos, sin sentirlos, sin
consentirlos, sólo dejándolos pasar.
Saborear el atardecer con un sol que a duras penas se deja notar, ver
cómo una bandada de pájaros anuncia que ya es hora del retiro, al menos por hoy.
Las vacas siendo recogidas por sus dueños, a lo lejos se ve, anunciado con un aburrido
mugido.
Saliendo del letargo por el cansado ladrido de un perro que dentro
de su propio aburrimiento no quiere pararse, solo bufa y ladra tímidamente, como
para dejar constancia de que ha cumplido con su labor del día.
En la distancia, nuevamente vista, montañas azules engalanadas en sus
copas con nubes más blancas que el gris que les precede. Un paisaje digno de fotografía,
tal como ha sido captado.
A pesar del atardecer, el gris de lluvia con que inició el día es ahora
un gris de atardecer engalanado por la tímida pero presente luz de sol de ocaso,
el frío comienza a notarse más, anunciando una eterna noche, en la que una vez apagada
la luz del sol, cambiará el paisaje por la oscuridad de campo, trémulamente iluminada
por bombillos que en la distancia parecieran, guardadas proporciones, estrellas
titilantes, anárquicamente encendidas.
Y con ellos, al apagarse la luz para caer en el ensueño, la oscuridad
total, solo descubierta por los sonidos que eventualmente levanta la noche, del
aullido lejano de algún perro que se niega a dormir, espantado tal vez por sus fantasmas.
Así es un día, lejos de la modernidad, disfrutado en la comodidad de
uno mismo.
Foto: JHB (D.R.A.)
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