La historia es la que es,
No sé de medidas agrarias y por eso, una hectárea
es como si me hablaran de una fanegada o de un metro cúbico, como verán, negado
para entenderlo. Sé que una hectárea es mil por mil, pero visto desde mis ojos,
ese resultado no logro identificarlo, salvo que me pudieran decir del palo
pa’lla hasta el mojón pa’ca y aún sigo sin entender. Soy nulo campesino y de haberlo sido, habría sido
mal terrateniente, no se me da ninguna de las dos condiciones.
Lo más que he pensado es que cuando estoy en el
campo me como una ciruela y tiro la pepa a la vera del camino con la esperanza
de que crezca un árbol. No puedo ser lo que no soy, al menos aspiro que lo que
pueda ser, sea.
En mis caminatas por los diversos secos caminos
una y otra vez paso por una propiedad ínfima, si me es dable calcular mi
estimación es que no pasa de trescientos metros cuadrados, es decir, nada,
comparado con las otras tierras. Contiene una casucha miserable a mis ojos, de
esas casas de adobe con escasa iluminación, a duras penas unas dos ventanuchas
y una puerta mal acabada sobre dos humildes escalones mal acabados o demasiado
usados , derruyéndose en el tiempo, sin chapa la puerta, porque quién entraría
allí sin permiso? Por dentro, ante la imposibilidad de develar su contenido por
la penumbra en que eternamente se habita, uno diría que está compuesta por un
solo cuarto a la vez dormitorio, cocina, estar, todo en uno, ya que la cama
debe servir de sala y de comedor. Una casucha construida por allá a principios
del siglo pasado, a finales del antepasado tal vez, indescifrable, desde mi
óptica citadina, una casita miserable. Sin esperanza, sin ilusión. Sus
habitantes, unos viejos cuya cara refleja precisamente eso, ni esperanza, ni
ilusión, sabedores que lo que fueron ya no lo son, que lo que tuvieron ya se
fue.
Aún así, el señor, demasiado ya mayor en
apariencia, ya próximo en ausencia, sigue cultivando y raspando parte de unos
pocos metros de tierra, que a duras penas dará para una carga de papa en cada
cosecha, algunas mazorcas, al parecer lo necesario para seguir subsistiendo sin
esperanza ni ilusión. Su cara refleja solo el paso de los años, la piel curtida
por vientos, lluvias y soles que ha soportado, cara de viejo campesino, entrado
en años, en muchos años. Le acompaña, una mujer de edad indescifrable, como él,
con andar pausado, ayudada por un palo que hace las veces de bastón, que le
permite andar por la destapada carretera a paso de andar viejo, olvidado.
Ella, tal vez con más esperanza, tiene un
rinconcito dedicado al jardín, un rincón que le da vida a los años pasados, a
los años acompasados, a los años de ellos, recuerdo de algo floreciente, que de
seguro tuvieron que haberlo tenido.
En la distancia les veo, él en la tarde, luego de
jornada de campo en su tierra, sentado en los escalones de la puerta de la
casa, en espera del ocaso, diría uno que en espera a que su ocaso termine, allí
sentado mirando al vacío, mientras ella, a lo lejos en el camino se ve con su
paso lerdo, tratando de ir o de llegar.
Evocación que me trae a la memoria los edificios
de la ciudad, en los ventanales en los que se ve durante todo el día a aquel
viejito mirando al vacío, esperando lo que la esperanza ya no le traerá,
soñando en mejores tiempos, que para ellos ya terminaron.
Sólo les queda el ocaso!
Espero que lo que me imagino no sea; que su ocaso sea de
agradecimiento; que mi historia inventada no haya atinado en nada y que estén
disfrutando de esa vida que les tocó y que agradecidos estén a la espera de lo
que yo no pude vislumbrar, esperar oír decir de viva voz: No, no renuncié a nada, elegí la vida que quería vivir, la que he vivido y con la que
he sido feliz.[2]
No elegimos
dónde ni cuándo nacemos, pero al menos deberíamos poder decidir cómo afrontar
el último minuto de nuestra vida. Pero hasta eso lo tenemos negado. [3]
Foto: JHB (D.R.A.)
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