—No es ningún secreto, pero en la vida hay que aprender a ser discreto.(1)
El tiempo pasa y para ciertas cosas pareciera
que no pasara, quisiéramos que se quedaran estáticas en el tiempo y aún en el
espacio.
En otras, el tiempo nos aventajó, nos traspasó
y nos dejó atrás y al verlo con la mirada hacia atrás nuestra mirada refleja
que en eso nuestro pasado fue mejor.
Eso suena a
contradicción? Me repite
una voz. Tal vez, le respondo, porque estos tiempos son muy contradictorios y
en muchas cosas, tal vez el tiempo pasado fue mejor.
Recuerdo que en mi niñez y supongo que hasta
la primera juventud las groserías a las que accedíamos excediéndonos de nuestro
papel era un carajo (sin saber que era la zona de castigo en un barco, según
leí y correspondía a la canastilla que había en la vela mayor para avistamiento,
tal vez castigo o premio de soledad, eso nunca se sabrá). Creo que hasta se
aceptaba un pendejo! Y recuerdo también que cuando oíamos que un adulto decía
pendejo o carajo poníamos cara de eso es grosería y nos entraba la risita tramposa.
Ya entrado en la época de camaradería y de
allí para adelante contábamos con varios tipos de lenguaje. El que se usaba en
la casa, que naturalmente no podía exceder del pendejo y por eso nunca en
familia nos mandamos a comer mierda, a pesar de que en algún momento alguien lo
mereciera. Era el idioma de casa, no se pasaba de bobo, pendejo, lambón,
chismefresco. Léxico que era común entre la familia cercana y lejana.
Estaba el lenguaje corporal, de dicción y
expresión que se usaba en sociedad, entendida iglesia, colegio, visitas, familias
ajenas que eran los lugares recurrentes. Mi mamá siempre se ufanó de que la
gente comentaba que a sus hijos daba gusto invitarlos (nunca me conoció en
otros ámbitos).
Recuerdo también que ya mayores en la
intimidad de la amistad afloraba otro tipo de personalidad, entiéndase por ella
estar en un bar (antro, hueco) o en un billar (con semejantes sinónimos), en
reuniones sobre todo masculinas, en donde decía, afloraba el lenguaje en que
las groserías eran el común denominador.
Es decir, uno sabía comportarse, según la
ocasión.
Hoy, por el contrario, el común denominador de
la juventud y aún de la niñez, es la vulgaridad constante. Ir en un
Transmilenio, estar en una cafetería, en el parque de un conjunto, escuchar una
conversación por celular y oír toda clase de adjetivos, por demás grotescos,
que sonoramente no resultan adecuados al menos para mis viejos oídos.
En la mañana, al salir del conjunto oí una
conversación entre dos muchachitas, aún adolescentes por lo que noté y decía
una a la otra: es que ese hijueputa…
y la otra contestar: mucho malparido…
Cuándo se oía en público a dos mujeres en ese plan de conversación, me
pregunté. Y luego en el parque un muchachito jugador gritando: hijueputa me lo comí! como oiría a su
papá decir en la sala de la casa mientras ve un partido de fútbol, lo que al
parecer hoy ya resulta válido. Y recordé también una conversación de oficina en
que una mujer se derramaba en explicativos sobre la conducta de uno de sus
hermanos refiriéndose a que era un
hijueputa, una mierda que…
Para uno sonoramente podría resultar
explicable la exclamación del muchachito, pero la mano de vulgaridades que hoy
se oye de las muchachitas lo dejan a uno asombrado, porque de la mujer nunca se
esperaba ese exceso de vocabulario. La mujer se igualó pero no en la parte que
podemos llamar buena, se igualó en la guachada, en la grosería y en la
vulgaridad y eso deja mucho qué pensar al menos en este viejo que, guardadas
proporciones e intimidad, considera que cada ocasión tiene su comportamiento,
siendo el de la decencia el que debería ser preponderante. Y esos niños pasaron
a ser los jefes abusivos, groseros, impertinentes y desagradables que uno se
encuentra en la vida.
Son reflexiones de viejo sobre un
tiempo pasado mucho mejor en ciertos aspectos o tal vez me quedé atrapado en
ese pasado en que particularmente la mujer no era chabacana ni se hacía
desagradable con su dicción.
Son sólo pensamientos de viejo, me
digo a manera de consuelo.
Algo pasa en ese trayecto a la adultez, porque en el camino
vamos desinstalando preguntas vitales, sentido común, para ir acomodando en su
lugar costumbres hechas a fuerza de repetición. Llámenlo tradición si se
quiere, pero esas acciones que repetimos por inercia van llevando a una
aceptación bobina de eso que reducimos a un “porque sí”.
Ya hace rato llegué a la vida adulta y no pasó nada de lo que
esperaba. No se me aparecieron las respuestas correctas, ni dejé de
equivocarme. Sigo siendo torpe y mi parte adulta a menudo se justifica con un
“así son las cosas”. (2)
Imagen de Facebook
(1)Julia
Navarro. La biblia de barro.
(2) Melba Escobar. La idea del
futuro. El Espectador.
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