miércoles, 11 de octubre de 2017

CAMBIOS


—No es ningún secreto, pero en la vida hay que aprender a ser discreto.(1)

El tiempo pasa y para ciertas cosas pareciera que no pasara, quisiéramos que se quedaran estáticas en el tiempo y aún en el espacio.

En otras, el tiempo nos aventajó, nos traspasó y nos dejó atrás y al verlo con la mirada hacia atrás nuestra mirada refleja que en eso nuestro pasado fue mejor.

Eso suena a contradicción? Me repite una voz. Tal vez, le respondo, porque estos tiempos son muy contradictorios y en muchas cosas, tal vez el tiempo pasado fue mejor.

Recuerdo que en mi niñez y supongo que hasta la primera juventud las groserías a las que accedíamos excediéndonos de nuestro papel era un carajo (sin saber que era la zona de castigo en un barco, según leí y correspondía a la canastilla que había en la vela mayor para avistamiento, tal vez castigo o premio de soledad, eso nunca se sabrá). Creo que hasta se aceptaba un pendejo! Y recuerdo también que cuando oíamos que un adulto decía pendejo o carajo poníamos cara de eso es grosería y nos entraba la risita tramposa.

Ya entrado en la época de camaradería y de allí para adelante contábamos con varios tipos de lenguaje. El que se usaba en la casa, que naturalmente no podía exceder del pendejo y por eso nunca en familia nos mandamos a comer mierda, a pesar de que en algún momento alguien lo mereciera. Era el idioma de casa, no se pasaba de bobo, pendejo, lambón, chismefresco. Léxico que era común entre la familia cercana y lejana.

Estaba el lenguaje corporal, de dicción y expresión que se usaba en sociedad, entendida iglesia, colegio, visitas, familias ajenas que eran los lugares recurrentes. Mi mamá siempre se ufanó de que la gente comentaba que a sus hijos daba gusto invitarlos (nunca me conoció en otros ámbitos).  

Recuerdo también que ya mayores en la intimidad de la amistad afloraba otro tipo de personalidad, entiéndase por ella estar en un bar (antro, hueco) o en un billar (con semejantes sinónimos), en reuniones sobre todo masculinas, en donde decía, afloraba el lenguaje en que las groserías eran el común denominador.

Es decir, uno sabía comportarse, según la ocasión.

Hoy, por el contrario, el común denominador de la juventud y aún de la niñez, es la vulgaridad constante. Ir en un Transmilenio, estar en una cafetería, en el parque de un conjunto, escuchar una conversación por celular y oír toda clase de adjetivos, por demás grotescos, que sonoramente no resultan adecuados al menos para mis viejos oídos.

En la mañana, al salir del conjunto oí una conversación entre dos muchachitas, aún adolescentes por lo que noté y decía una a la otra: es que ese hijueputa… y la otra contestar: mucho malparido… Cuándo se oía en público a dos mujeres en ese plan de conversación, me pregunté. Y luego en el parque un muchachito jugador gritando: hijueputa me lo comí! como oiría a su papá decir en la sala de la casa mientras ve un partido de fútbol, lo que al parecer hoy ya resulta válido. Y recordé también una conversación de oficina en que una mujer se derramaba en explicativos sobre la conducta de uno de sus hermanos refiriéndose a que era un hijueputa, una mierda que

            Para uno sonoramente podría resultar explicable la exclamación del muchachito, pero la mano de vulgaridades que hoy se oye de las muchachitas lo dejan a uno asombrado, porque de la mujer nunca se esperaba ese exceso de vocabulario. La mujer se igualó pero no en la parte que podemos llamar buena, se igualó en la guachada, en la grosería y en la vulgaridad y eso deja mucho qué pensar al menos en este viejo que, guardadas proporciones e intimidad, considera que cada ocasión tiene su comportamiento, siendo el de la decencia el que debería ser preponderante. Y esos niños pasaron a ser los jefes abusivos, groseros, impertinentes y desagradables que uno se encuentra en la vida.

            Son reflexiones de viejo sobre un tiempo pasado mucho mejor en ciertos aspectos o tal vez me quedé atrapado en ese pasado en que particularmente la mujer no era chabacana ni se hacía desagradable con su dicción.

            Son sólo pensamientos de viejo, me digo a manera de consuelo.


Algo pasa en ese trayecto a la adultez, porque en el camino vamos desinstalando preguntas vitales, sentido común, para ir acomodando en su lugar costumbres hechas a fuerza de repetición. Llámenlo tradición si se quiere, pero esas acciones que repetimos por inercia van llevando a una aceptación bobina de eso que reducimos a un “porque sí”.
Ya hace rato llegué a la vida adulta y no pasó nada de lo que esperaba. No se me aparecieron las respuestas correctas, ni dejé de equivocarme. Sigo siendo torpe y mi parte adulta a menudo se justifica con un “así son las cosas”. (2)


Imagen de Facebook

(1)Julia Navarro. La biblia de barro.
(2) Melba Escobar. La idea del futuro. El Espectador.

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