Al bus subió una muchacha que me
pareció caribonita, mirada de frente. En el transcurso del trayecto la miré
nuevamente y vi una faceta que no le había visto, de frente, y ya no me pareció
tan bonita. Inicié un juego mental tratando de mirarla desde todas las ópticas
posibles, desde atrás y se veía una persona diferente: de perfil, derecho y vi
otra cara, ya no tan bonita; de perfil izquierdo y se veía otra imagen. Intenté
de reojo y vi otra faceta diferente a las otras.
Me causó curiosidad que una sola
cara, una misma cara pudiera tener diversas facetas con un mismo estado
anímico. Concluí que cada ángulo de la persona es diferente a la unidad, vista
de frente o por detrás, de perfil, de izquierda a derecha, de posición elevada
a posición de sumisión y cada una de ellas solo reflejaba otra cara de la
moneda, diferente a la globalidad.
Y encontré varias en una y viéndolo
con un solo estado anímico, el que llevaba en ese momento.
Entonces pensé, si estando en un
determinado momento se tienen tantas imágenes intenté ponerle a cada una de
ellas un sentimiento diferente, el risueño, el indiferente, el deferente, el
iracundo, el rabioso, el triste, el alegre y el resto de sentimientos posibles
en el ser humano y me encuentro con que una misma cara usa mil caretas, con
diferentes visiones, con diferentes divisiones. Y eso que no entro en el detalle
de ver esa cara con dos ojos, con uno solo, el derecho, el izquierdo, de
arriba, hacia abajo, y cada una de esas miradas me dará una visión bien
distinta de ese ser mirado.
Concluyo que no somos lo que somos
sino lo que en el momento somos, juzgando con las caretas, juzgados por el
instante, por la imprecisión de un instante, instante decisivo para la
aceptación o el rechazo.
Y,
al fin y al cabo, a lo largo de la vida, se aprende, se experimenta y se
madura; pero cambiar, lo que se dice cambiar, no se cambia mucho porque uno es,
en todo momento, el que siempre ha sido.(1)
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