Hay días que demuestran la intemporalidad del tiempo.
Días que pasan sin darnos cuenta, que llenan el calendario dejando caer sus
hojas despistando al cerebro y nos desubican en la fecha en que estamos.
Días que se acaban en un santiamén y que no permiten
manifestar lo inconcluso que dejó a la actividad.
Pero también hay días, los más, que pasan con una
pereza que hace que el tiempo sea infinito e inacabado, que no hay actividades
que permitan complementarlo y ayudarlo a seguir su camino, al ritmo al que está
programado.
Días eternos por la angustia o días
ágiles por el deseo, siendo los mismos días, con las mismas horas y segundos.
Días en que somos fértiles y otros, los más, que se niegan a proseguir su
camino, a la buena de Dios.
Pero la virtud de la vejez está en
que ágiles o lentos la diferencia radica en la sonrisa que cada uno de ellos
nos trae o, los más, la indiferencia de su transcurrir que nos acerca al
horizonte definido.
De allí la Canción de la vida
profunda, de Porfirio Barba Jacob:
Hay días en que somos tan
móviles, tan móviles,
como las leves briznas al
viento y al azar.
Tal vez bajo otro cielo la
Gloria nos sonríe.
La vida es clara, undívaga,
y abierta como un mar.
Y hay días en que somos tan
fértiles, tan fértiles,
como en abril el campo, que
tiembla de pasión:
bajo el influjo próvido de
espirituales lluvias,
el alma está brotando
florestas de ilusión.
Y hay días en que somos tan
sórdidos, tan sórdidos,
como la entraña obscura de
oscuro pedernal:
la noche nos sorprende, con
sus profusas lámparas,
en rútiles monedas tasando
el Bien y el Mal.
Y hay días en que somos tan
plácidos, tan plácidos...
(¡niñez en el crepúsculo!
¡Lagunas de zafir!)
que un verso, un trino, un
monte, un pájaro que cruza,
y hasta las propias penas
nos hacen sonreír.
Y hay días en que somos tan
lúbricos, tan lúbricos,
que nos depara en vano su
carne la mujer:
tras de ceñir un talle y
acariciar un seno,
la redondez de un fruto nos
vuelve a estremecer.
Y hay días en que somos tan
lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres
el llanto del pinar.
El alma gime entonces bajo
el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos
puede consolar.
Mas hay también ¡Oh Tierra!
un día... un día... un día...
en que levamos anclas para
jamás volver...
Un día en que discurren
vientos ineluctables
¡un día en que ya nadie nos
puede retener!
Hay días y ay días! Según como se
entone.
Óleo sobre papel, espátula. JHB (D.R.A.) |
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