Inicié una
nueva lectura y sus primeras páginas me llevó a pensar en pasado y en futuro.
Situaciones silentes que se van involucrando en la vida de pareja, se van
acomodando y cuando menos se piensa ya hacen parte de la cotidianeidad de la
que luego es difícil desprenderse o, por comodidad, mientras esté latente y
escondida es mejor dejar quieta, como dicen los médicos como explicación de que
tampoco ellos lo saben: si no duele, no se rasque.
Sin más preámbulo, cada uno juzgue:
Lo supo en el mismo instante en que ella entró
en la habitación. Durante los últimos meses se había dedicado a seguirlo por la
casa para procurar iniciar un diálogo pero, de algún modo, él siempre lograba
escabullirse. Habría sido tan fácil continuar callando, continuar escondiéndose
tras la cada vez más empobrecida vida diaria y no tener que dar el paso sobre
el abismo. (…) Y aquel miedo apabullante. (…) Por haber hecho que todo siguiera
rodando como si nada, como si no importara que él ya no quisiera ser partícipe.
(…) Como una locomotora irrefrenable, ella tiraba hacia delante con todo para
que las cosas se mantuvieran en su sitio. Pero algunas cosas no podían
mantenerse en su sitio. Cuanto más había intentado él marcar su
distanciamiento, más se había esmerado ella en que no se notara. Y a cada día
que pasaba él se daba más y más cuenta de que, en realidad, poco importaba lo
que él hiciera. Ella ya no le necesitaba.
Tal vez nunca lo hubiera hecho.
Recordó a sus padres. Metidos en su casita de
propiedad (…) Sin nada inacabado ni pendiente. Noche tras noche, la una al lado
del otro, arrellanados frente al televisor, cada uno en su atortujado sillón.
Todas las conversaciones muertas hacía tiempo, todas las consideraciones, las
expectativas, todo el respeto, todo se había consumido por falta de estímulo y
de aptitudes. Lo único que les quedaba era el recíproco reproche por todo
cuanto se les había escapado de las manos, por todo cuanto habían perdido para
siempre. Por no haberse podido dar más y porque hacía mucho que se les había
hecho demasiado tarde. A veinte metros de sus sillones pasaba la vía del tren y
a cada hora, año tras año, pasaban los trenes que podrían haberlos sacado de
allí. Se habían resignado a que justamente su tren hubiera pasado de largo
hacía lustros, a pesar de que otros trenes no dejaban de traquetear a toda
velocidad haciendo vibrar los pulidos cristales de la ventana de la sala de
estar. (… ) Hacía mucho que no tenían ánimos para levantarse y recorrer los
cien kilómetros que les separaban de Estocolmo. (…) Atrapados en su propia
existencia, se apoltronaban en sus sillones, resentidos y amargados.
Como eternos rehenes el uno del otro, bajo su terrible temor a la soledad.[1]
Cada cual juzgue a su gusto, por
pasado o por venir, una reflexión que deja alternativas: no hacer nada; hacer
algo; dejar hacer; esperar el milagro o empacar y disfrutar de una nueva vida.
Cada cual juzga a su gusto, quién soy yo para decidir! Todos lo hemos pasado,
lo estamos pasando o lo pasaremos, parece que de esa no se escapa uno.
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