2 de octubre.
Querido mío:
Qué más quisiera yo que al recibo de ésta te
encuentres bien, allá tan lejos y a la vez tan cerca, tan lejos de mis manos y
tan cerca de mi corazón, de mis manos que no pueden alcanzarte mientras mi
corazón te siente en cada latido, como si estuvieras aquí, junto a mi pecho, de
donde nunca debiste haberte separado.
No te imaginas lo que han significado estos
días sin verte, agravados por la incertidumbre de no poder calcular siquiera
cuánto tiempo durará esta separación.
Cada hora, cada minuto, he tenido algún
pensamiento para ti, pues acá todo te recuerda, todo existe porque tú exististe
y diste tu aliento a cada cosa, a cada persona, pero sobre todo a mí.
En estos días todavía calurosos, cuando en las
tardes salgo al patio en busca del refresco de la brisa y veo el follaje de los
árboles que fuiste sembrando a través de los años, siento que ese aire,
filtrado por el rumor áspero de las hojas del mamey, el susurro de las hojas de
la guanábana y el tintineo diminuto de las hojas del viejo flamboyán (tu
flamboyán, ¿recuerdas con qué júbilo saludabas cada verano la llegada de sus
primeras flores?), es una parte tuya que me llega de la lejanía, y sueño si tal
vez una partícula de ese aire estuvo en algún instante dentro de ti y luego,
atraída por mi soledad, ha volado sobre el mar para venir a consolarme y
alimentarme, a mantenerme viva para ti.
Y tú, amor mío, ¿cómo estás?, ¿cómo te
sientes?, ¿qué has hecho en estos primeros días? (…) De acá hay poco que
contar. Yo, paralizada como me siento, creo haberme convertido en enemiga de un
tiempo que se niega a pasar, que dilata cada hora y me obliga a mirar el
almanaque varias veces al día, como si en sus números fríos estuvieran las
respuestas que necesito. Esa sensación de inmovilidad se me hace más patente
porque, desde tu partida, no pongo un pie fuera de la casa. Acá está lo que
preciso para recordarte y sentirte próximo, mientras en la calle imperan el
caos, el olvido, la prisa, la guerra contra el pasado y, sobre todo, está esa
gente ilusionada con un cambio, desbordada de júbilo, diría que hasta muy
contenta con lo que confían recibir por su fervorosa credulidad, sin pensar que
pronto les llegarán las exigencias terribles de la fe sin cuestionamientos que
ahora profesan. Mi esperanza es que, como decía tu padre, en este país nada
suele durar demasiado, somos definitivamente inconsistentes y lo que hoy parece
un terremoto devastador, mañana se disolverá como un pintoresco desfile de carnaval.
Lo peor, sin embargo, es sentir el vacío que ha quedado flotando entre las
paredes de esta casa, donde reina el silencio desde que se dejaron de oír las
voces de los niños y donde faltas tú, que con tu espíritu marcabas este espacio
que ahora resulta inmenso, en el cual me siento desubicada por tantas ausencias.
(…) Y
bueno, ¿cuándo me llamarás? Ya lo sé, (…), pero deberías hacer el esfuerzo, tú
no eres como tu abuelo, siempre me acuerdo, al pobre anciano le parecía tan
irreal eso de hablar por un tubo con una persona distante, que se negó hasta su
muerte a usar el teléfono y prohibió a sus amigos que lo llamaran. En cualquier
caso no creo que sea tanto esfuerzo para ti. Lo principal es que desees
hacerlo. Yo, como sabes, estoy imposibilitada de intentarlo, pues ni siquiera
sé en qué número te puedo localizar. ¡Y me gustaría tanto oír tu voz!
Está bien por esta vez. Sólo quería decirte algo de mí y de mis sentimientos… Y tú, por favor, no me olvides: escríbeme, llámame, o por lo menos recuérdame, aunque sea un poco… Porque te quiero siempre, siempre…[1]
Tal vez la carta de amor sea una cursilería, (tal vez lo
sea para el extraño que la lee, mas no para quien le puso su alma a las
palabras), pero me hizo recordar los años mozos, mucho antes de la aparición
del internet, cuando éste no existía ni en la imaginación, las épocas en que
todos nos creíamos y sentíamos poetas para escribir cartas de amor o, al menos,
cartas a un amor, el de juventud. De cualquier manera nos inspirábamos, así
sonáramos cursis.
Todo un sentimiento plasmado en un papel que luego se
cerraba con ansiedad en un sobre, esperando que la destinataria lo recibiera lo
más pronto posible, entendiendo por pronto, cosa de una semana al menos y,
luego, esperar otro tanto para recibir la correspondiente respuesta, igualmente
ansiada. Un verdadero reto a la paciencia del enamorado.
Estos son recuerdos de un viejo y la carta transcrita me
transportó a otras épocas, cuando se escribía, cuando se dependía de un
cartero, cuando todo estaba en juego.
Hoy, esas cartas ya desaparecieron. Internet, correo
electrónico o Whatsup se encargaron de desaparecer esa emoción y, a la vez, esa
vena poética. Hoy ha muerto la carta de amor, como han venido muriendo los
pueblos cuyas calles ya no son transitadas por los viajeros al haber sido
transmutadas por las autopistas, que ya pasan lejos de esos pueblos que se van
muriendo en el olvido, bastando, como una lápida, su mención cuando se pasa
cerca de ellos.
Sé que si hoy leyera alguna de esas cartas antaño enviadas,
tal vez sonarían cursis y si las leyera un extraño, hasta se oirían ridículas,
pero fueron cartas de amor, si he de ser sincero y si ello fue amor.
Hoy, a la velocidad del segundo, no hay tiempo para eso,
basta con un emoticon, basta con letras sin vocales (tqm), basta cualquier palabra
o imagen para expresar lo que es el amor en tiempos modernos, pero si me
preguntan, cómo extraño escribir esas cartas, cómo me gustaría volver a
recibirlas, así suene cursi.
[1] La neblina del ayer. Leonardo Padura.
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