Se me escapó la juventud. Ahora vivo lleno de interjecciones. El hecho de sentarme implica el pufff! ahhhh!, acompañado de un largo suspiro, sintiendo la despedida del cansancio, alejándose luego de alguna actividad que en mi juventud no iba tan acompañada.
Pararse es otra interjección que
indica fuerza hacia arriba, fuerza que no se tiene pero que fuerza, por el
hecho de hacerse el esfuerzo, algo así como un eh! alargado (ehhhh!).
Y con ellos los mejores suspiros
están al acostarse, son múltiples y variopintos, son claras ensoñaciones.
Levantarse es otra cosa, con interjección de esfuerzo, algo así como ver de
antemano lo que le espera a uno en un nuevo día.
Por todo eso supe que la
juventud ya me dejó, se alejó y se cambió por un mundo de interjecciones, de
sonidos ininteligibles que ni yo mismo puedo explicar, pero que cada uno tiene
su debida significancia.
Mi vida se ha reducido a interjecciones, qué
vaina!
El nombre me sonaba de algo, pero no
conseguía establecer de qué. Me fastidiaba mucho porque, desde hacía algún
tiempo, estaba convencido de que ya no conseguía recordar bien los nombres. Me
parecía un inquietante presagio del deterioro de mis facultades mentales. Una
chorrada, naturalmente, porque yo los nombres jamás los había recordado y tenía
el mismo problema a los veinte años. Pero pasados los cuarenta los pensamientos
estúpidos se multiplican y los fenómenos insignificantes se convierten en
síntomas de la vejez inminente.[1]
[1] Gianrico Carofiglio. Dudas razonables.
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