Por estar leyendo unos libros,
no apropiados para mi edad o precisamente por estar en esta edad (es lo que no
sé), me vi enfrentado a un categórico
o si se quiere a una verdad categórica,
si me ciño a los principios filosóficos que alguna vez oí, tema sobre el que en
cualquier caso intuía su existencia, pero de la que no me había parado a
reflexionar un poco más.
Y así la leí,
de frente, sin anestesia: La felicidad no existe, (así, la felicidad no existe
punto). Como decía el escritor de esas palabras No se trata de que yo
pretenda convencerle: ese es un tipo de vanidad que no me afecta. Si he de ser
sincero, me tienta más la vanidad de divertirle que la de convencerle. Si el
argumento no le parece válido, tire el libro.
Pensemos en la afirmación como
un mero concepto
y como tal envuelve una profundidad tal que es imposible divisar el fondo del
mismo. Pensado así, como concepto, es producto de la repetición de generación
en generación, tal como pueden ser los conceptos de patria, religión, Dios, por
citar algunos, los cuales resultan ser vagos, vacuos, pero a su vez, profundos,
en la medida en que están incrustados en nuestra mente como verdades imposibles
de controvertir (y que de ser posible su controversia, al menos en el campo
religioso, resultaría uno expulsado cual paria, inocente, por demás).
Pero, como siempre, me he ido
desviando un poco y hablando de la felicidad, el primer paso sería definir la
felicidad (aunque de entrada sé que es bien difícil definirla de una manera
concreta y a satisfacción de todos). La RAE dice: Estado de grata
satisfacción espiritual y física.
Si se quiere complicar más el asunto dice Wikipedia: Se entiende en este
contexto como un estado de ánimo positivo. Dicho estado de ánimo es subjetivo
y, por tanto, se refiere a un hecho autopercibido. Esto implica que una misma
serie de hechos puede ser percibido de manera diferente por personas con diferentes
temperamentos, y por tanto lo que para una persona puede ser una situación
feliz para otra puede llevar aparejada insatisfacción e incluso frustración. Es
por esa razón, que la felicidad a diferencia de otros hechos relacionados con
el bienestar se considera una situación subjetiva y propia del individuo (en
contraposición a hechos objetivos en los que diferentes observadores
concordarían). Y ni hablar de algunas constituciones que pretenden que la
felicidad sea un derecho, cuando lo natural, según el racionalismo y la vida
práctica nos llevan a pensar que el estado lo entiende en sentido contrario (y
de serlo resultaría más fácil de explicar, de entender y de vivir pues así
seríamos menos infelices), pero es tema que no quiero profundizar.
Prosigo con lo que venía. Me
gustó una alusión de la misma palabra (felicidad) considerada como valor
supremo, como meta en la vida, como elixir con olor a nirvana, es decir, como
deseo ante la imposibilidad de lograr su realización permanente.
Baste preguntarse: soy feliz? Y
eso me lleva a un grafiti que alguna vez fotografié en una pared anónima, de
algún anónimo que se atrevió a hacerlo: Soy feliz, pero no mucho!
Sin darse cuenta ese anónimo
pronunció una buena frase para la filosofía, ya que siempre pretendemos
entender que la felicidad es una constante de vida, permanente, cuando es, como
concepto, una excepción de vida (o digo, debida?).
Un tema para largo y ancho. Un
mero concepto (como cielo, infierno) difícil de probar (en sus diferentes
acepciones, la del verbo probar, explico), aunque entendamos que la felicidad
se da a cuenta gotas y es así como se debe degustar.
Eso me lleva a pensar que
deberían eliminarse del diario vivir los conceptos utópicos (como el mismo
concepto de utopía, quimera y sobre todo de nociones jurídicas, porque, con el
mismo argumento, nadie está obligado a lo imposible, me enseñaron hace ya mucho
tiempo).
Entonces si se elimina el
concepto, se elimina la meta y eso de pronto nos haría más felices, menos
obsesivos en su búsqueda, lo que nos haría a la vez menos angustiados y por
ende, menos estresados, lo que conduciría a hacer de la vida algo más
llevadero, algo más cercano y más acertado a lo que la noción de felicidad
encierra. He
conocido a otros que consagraron sus días a la fantasía de un dios, de una
religión o de un ideal, mientras que la mayoría se conforma con lo que les
toca: una vida anodina, un pasar de un año al siguiente sin sobresaltos. Y a
eso lo llaman felicidad.
Parangonando a Nietzche se
podría gritar: La felicidad ha muerto, ya podemos ser felices.
Y para cerrar, me pareció
curioso que de dos palabras hermanas, consecuentes, supongo, pero pronunciadas
en diferente contexto resultan ser dos palabras distanciadas por la
temporalidad. Felicidad y feliz, claro está, pero la primera da una impresión
de permanencia indefinida, etérea, vaporosa, inalcanzable, mientras que la
palabra feliz es de una temporalidad inmediata, es momento, es presencia sin
ausencia, es sentida, estoy feliz, acá y ahora, es patente, es presente. Qué
diferencia entre ellas y eso que son hermanas, pero distantes y ya no se hablan,
diría alguien.
Tuve la sensación, intensa y deliciosamente
insensata, de que esa quietud grandiosa había sido dispuesta para mi uso
personal. Alguien ha dicho que los momentos de felicidad nos cogen por sorpresa
y que, a veces —con frecuencia—, no nos damos siquiera cuenta de que se han
producido. Descubrimos que hemos sido felices sólo tiempo después, lo que es
algo bastante estúpido.
Tomado de Facebook
Miguel-de-Unamuno3-1024x819
Creo que en Ética
para náufragos (su descubrimiento me ha confundido). José Antonio Marina.
El lector ya sabe
que este tipo de citas no tienen ningún valor científico. Mi abuela decía que
siempre habría un roto para un descosido, e, igualmente, un pensador siempre
encontrará una cita que le venga al pelo. Solo la transcribo para sentirme
acompañado.
Ética para náufragos. José Antonio Marina.
Las perfecciones
provisionales.
Gianrico Carofiglio.
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