viernes, 23 de mayo de 2025

EL DISFRUTE DE LA ATEMPORALIDAD

            No sé de dónde se me ocurrió eso de la atemporalidad. Pero ha de tener su explicación si es que logro llegar con lógica al final de este escrito. La atemporalidad es según la RAE: Que está fuera del tiempo o lo trasciende. Es decir, es real pero no se alcanza a percibir, creo.

             En algún lugar que no recuerdo si leí, oí o vi, por aquello de no tener lápiz y papel a mano o haber confiado en mi débil recuerdo de cosas importantes, pudo haber sido en algún podcast de BBVA o de algún programa de Chefs Table, vaya uno a saber, se hizo una reflexión sobre lo habitual de algunas conductas que al no ser apreciadas por la conciencia pasan desapercibidas en su profundidad. Y trataré de explicarme con algunos ejemplos, si me salen bien.

             Normalmente vamos a desayunar, almorzar o comer en algún lugar y mientras lo hacemos los distractores cotidianos hacen que la atención esté centrada en el distractor y no en la comida. Mientras llevamos la cuchara a la boca andamos pendiente de la conversación ajena, de la propia, del celular, del televisor del restaurante, de los otros comensales y qué sé yo. Pero de la comida no nos entregamos a ella, si está buena, está buena, sólo si resulta repelente es que nos centramos en su contenido y decimos sin agüero qué comida tan mala, de resto, listo ya almorzamos, podemos seguir el camino y estaba como bueno el almuerzo. Y listo, ya está.

             Vamos en plan paseo a algún lugar, imaginemos una playa, echados en una hamaca, con un sopor de calor que solo invita al sueño, con los distractores naturales del lugar como el celular, la conversación de cerveza ajena o propia, los gritos de niños en playa, los vendedores, de haberlos, que al ser lo que son hacen que se camuflen dentro del medio que les rodea. Y nos decimos, eso sí son vacaciones. Pues sí, rico, calorcito, pereza, sopor, sueñito.

             Pues bien, desayunamos, almorzamos o comemos sin tener verdadera conciencia de lo que hacemos ni de los alimentos que nos llevamos a la boca. Son parte de la rutina diaria, del automático vivir y por qué no decirlo, no hay que ponerle ciencia al asunto.

 Tal vez por eso hemos perdido el sutil encanto de los sentidos. No nos tomamos el tiempo para oler lo que nos alimenta, la sazón que le da el corazón a la comida. No degustamos en profundidad lo que comemos, al no importar si se detecta el ajo y la cebolla, con su punto de sal, esenciales para un buen arroz, no hay como un arroz bien hecho. Tampoco estamos atentos del olor del campo, de su sonido, de sus vistas.

 Y así con cada alimento consumido, lo consideramos un todo, sin explicación y nos lo comemos sin reflexión. Igual que una copa de vino, cual buen ignorante damos por bueno todo vino que tomamos en sociedad, pero no iniciamos oliendo la copa buscando la esencia del tanino o del barril que lo albergó, ni disfrutamos del placer de humedecer toda la boca con su sabor para luego pasar el trago, lo que hace que se escancie con satisfacción el resto de copa.

 Igual acontece en la playa, no degustamos los sonidos que le ambientan, ni nos confortamos con los sonidos de los animales que le rodean, los cantos de golondrinas o de los alcatraces, ni el tenue o el rugido de las olas al chocar y morir en la arena. O el placer de los niños en el mar agitándose y disfrutando el sabor marino.

 Todo eso lo hemos venido perdiendo, el disfrute de esa intemporalidad de sensaciones vitales que sazonan la vida. Es más, es ejercicio que debería hacerse si no constantemente, al menos de vez en cuando, disfrutar de un momento de acogida en paz, así sea en la cama oyendo los sonidos que nos ofrece el medio ambiente mientras que con ojos cerrados vamos decantando cada uno de ellos, imaginando historias de lo que está aconteciendo; lo sé, el ejercicio lleva a al adormilamiento y es un ejercicio que desestresa el alma.

 Recuerdo alguna enseñanza de relajación. Ponía sonidos de la naturaleza a buen volumen y comenzaba a identificar los más cercanos, alejándome de ellos cada vez más hasta llegar al sonido más profundo, el que pasaba desapercibido y me centraba en él y de un momento a otro me perdía, no sé si en la meditación o en la ensoñación, y allí me perdía en un plácido confort que renovaba el placer de vivir.

 Momentos imperceptibles de intemporalidad que fueron consumidos por la modernidad. 

Decidí morir, pero para eso primero tengo que vivir.[1]

Tomado de Facebook
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[1] Buena frase, no sé cómo se me ocurrió.


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