Sería mucho mejor que no necesitáramos del sueño
para estar en paz. (1)
Para mis blogs normalmente
anoto en cualquier papel la palabra, el titular, la frase oída, la dicha, el
tema o la alusión que me llama la atención y espero el momento en que al
sentarme a escribir logren fluir en palabras. Tenía una pendiente que no sabía por
dónde trabajarla: Prejuicio. Vueltas y vueltas le di, sin resultado, nada fluía
al respecto porque las palabras quedaban cortas para lo extenso que consideraba
debía ser y decir.
Sin embargo, anoche tuve un
largo sueño que asocio con lo no escrito. Sé que hubo muchos genios que
esperaban dormir para que las ideas surgieran; no es mi caso, pero la
impertinencia de este sueño me llevó a concluir la tarea pendiente.
Trataré de relatar el
sueño, sin eufemismo y con toda la discrepancia, intolerancia y desgreño que el
cerebro usa para atormentarnos en ocasiones.
Estaba, en cualquier lugar,
en una cama, con una compañía que sentía insoportable, para ambos lados; oía
que me miraba y me decía hijueputa, yo le respondía luego de un silencio en que
las palabras no existían, con el mismo insulto. Y entre esos silencios e
insultos la vida proseguía como si fuera una película expuesta frente a la cama.
Me sentí ofendido al oír que me insultaba; respondía con la misma furia.
Luego, como si la cama se
hubiera convertido en un bus, desde mi asiento veía a compañeros de
universidad, a compañeros de trabajo, de hace veinte, treinta años. Muchos
desconocidos o tal vez muchas caras olvidadas de gente con la que me había
cruzado. Y veía la razón por la que podía avergonzarme de algunos, darme pena
de otros, por su origen, por su estrato, por su condición, aunque aclaro que
ninguna sombra empañó por la disposición sexual o por color, lo que ahora me
llama la atención.
Creo haber sentido en sus
miradas, de la misma manera, cómo me discriminaban, por sentirse superiores,
por sentirse inferiores, por venganza a mi aparente superioridad. Y por donde
mirara, la incomodidad era grande, por el hecho de la discriminación, por el
mismo prejuicio que notaba a lado y lado de la pantalla imaginaria. Me sentía
incómodo, como incómodos estaban a mi lado.
Fue un sueño depresivo,
desgarrador, vergonzoso, de esos que uno no quiere volver a repetir, yo lo
llamaría un sueño indecente, de los que quiere uno ocultar como parte vedada de
la vida, de lo que quiere esconder para que nadie lo sepa, nadie lo descubra,
nadie note el rubor que eso conlleva. Un secreto íntimo y únicamente para uno
mismo.
Me desperté con mala vibra,
con vergüenza y recordé a una persona que en un momento me ayudó, hoy por lo
que veo, muy prestante y sin razón alguna me dio rabia esa persona, no me lo he
podido explicar hasta el momento. Rabia por mi envidia de que él sea lo que es
y no yo? Rabia de por qué él sí y yo no? Otras preguntas que no tendrán
respuesta, salvo que me ponga en manos de un terapeuta.
Y evadiendo esas
respuestas, supongo yo, reaccioné ante lo prejuicioso que he sido a lo largo de
mi vida, de una u otra manera. Acudieron a mi recuerdo frases maternas o de
conversaciones con sus amigas que decían: es
que esa india, si no ve que vive en tal barrio, pero si es un levantado, los
papás eran unos pobres campesinos, lo saludan a uno como si fuéramos iguales…
(lo puedo escribir con cierta libertad porque sé que mi mamá no me lee ni sabe
de mis locuras, aunque puede que alguno de mis hermanos –esas joyitas!- se lo
diga, lo insinúe o busque ruborizarme ante ella, en tal caso lo negaré y me
haré el pendejo).
No trato de exculparme por
mis prejuicios, nacidos de esas épocas, adquiridos por ósmosis involuntaria, no
sé si la genética igualmente ha colaborado, pero luego de ese sueño he de
reconocer que efectivamente he tenido y vivido de mucho prejuicio, aunque en mi
defensa puedo confesar que con un trato no digamos más íntimo pero sí más
allegado, he descubierto lo innecesarios que fueron en la mayoría de casos.
Algunos, en su mayoría silentes, me han dado la cachetada, igualmente silente,
que me merecía por pensar en las bobadas que pude pensar de ellos, en la
discriminación de que fueron objeto de mi parte, materializada o no, pensada y
no expresada y viceversa.
Si algún lector ha sido
motivo de mi prejuicio, sólo quiero que sepa que lo siento, no era tan evidente
como lo pude corroborar hoy. En mi defensa puedo confesar que con el tiempo se
ha ido aminorando esa desagradable maña de discriminar, trato de ver con otros
ojos las condiciones ajenas, de ponerme en sus zapatos, en no continuar como
crítico ácido. Y ahora que lo recuerdo, la palabra surgió porque en algún lado
oí o leí que preguntaban que si era posible dejar el prejuicio a un lado.
Claro que se puede, pero
requiere de esfuerzo, no se puede confiar en el cerebro, la loca de la casa,
que hace lo que se le da la gana, juzga y prejuzga sin razón, por eso hay que no confiar en ella ni darle en exceso
confianza, a pesar de que pueda pensarse en que es un prejuicio, pero en este
caso es mejor mantenerla a distancia, no es fiable!
los colombianos invocamos frecuentemente nuestros
mandamientos 11 y 12. Y lo hacemos incluso con cierto orgullo pues creemos que
ese espíritu nos hace un pueblo astuto. Pero en realidad estos mandamientos
denotan una nación que tal vez esté compuesta de individuos astutos, pero que
colectivamente es bastante sonsa, pues esa precaria confianza cívica dificulta
la acción colectiva y obstaculiza el desarrollo y la consolidación de la
democracia. (2)
Foto: JHB (D.R.A.)
(1) Saramago. Ensayo sobre la
lucidez.
(2) Rodrigo Uprimny. Los mandamientos 11 y 12.
http://www.elespectador.com/opinion/los-mandamientos-11-y-12-columna-689353
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