miércoles, 24 de mayo de 2017

SUEÑOS QUE RUBORIZAN


Sería mucho mejor que no necesitáramos del sueño para estar en paz. (1)

Para mis blogs normalmente anoto en cualquier papel la palabra, el titular, la frase oída, la dicha, el tema o la alusión que me llama la atención y espero el momento en que al sentarme a escribir logren fluir en palabras. Tenía una pendiente que no sabía por dónde trabajarla: Prejuicio. Vueltas y vueltas le di, sin resultado, nada fluía al respecto porque las palabras quedaban cortas para lo extenso que consideraba debía ser y decir.

Sin embargo, anoche tuve un largo sueño que asocio con lo no escrito. Sé que hubo muchos genios que esperaban dormir para que las ideas surgieran; no es mi caso, pero la impertinencia de este sueño me llevó a concluir la tarea pendiente.

Trataré de relatar el sueño, sin eufemismo y con toda la discrepancia, intolerancia y desgreño que el cerebro usa para atormentarnos en ocasiones.

Estaba, en cualquier lugar, en una cama, con una compañía que sentía insoportable, para ambos lados; oía que me miraba y me decía hijueputa, yo le respondía luego de un silencio en que las palabras no existían, con el mismo insulto. Y entre esos silencios e insultos la vida proseguía como si fuera una película expuesta frente a la cama. Me sentí ofendido al oír que me insultaba; respondía con la misma furia.

Luego, como si la cama se hubiera convertido en un bus, desde mi asiento veía a compañeros de universidad, a compañeros de trabajo, de hace veinte, treinta años. Muchos desconocidos o tal vez muchas caras olvidadas de gente con la que me había cruzado. Y veía la razón por la que podía avergonzarme de algunos, darme pena de otros, por su origen, por su estrato, por su condición, aunque aclaro que ninguna sombra empañó por la disposición sexual o por color, lo que ahora me llama la atención.

Creo haber sentido en sus miradas, de la misma manera, cómo me discriminaban, por sentirse superiores, por sentirse inferiores, por venganza a mi aparente superioridad. Y por donde mirara, la incomodidad era grande, por el hecho de la discriminación, por el mismo prejuicio que notaba a lado y lado de la pantalla imaginaria. Me sentía incómodo, como incómodos estaban a mi lado.

Fue un sueño depresivo, desgarrador, vergonzoso, de esos que uno no quiere volver a repetir, yo lo llamaría un sueño indecente, de los que quiere uno ocultar como parte vedada de la vida, de lo que quiere esconder para que nadie lo sepa, nadie lo descubra, nadie note el rubor que eso conlleva. Un secreto íntimo y únicamente para uno mismo.

Me desperté con mala vibra, con vergüenza y recordé a una persona que en un momento me ayudó, hoy por lo que veo, muy prestante y sin razón alguna me dio rabia esa persona, no me lo he podido explicar hasta el momento. Rabia por mi envidia de que él sea lo que es y no yo? Rabia de por qué él sí y yo no? Otras preguntas que no tendrán respuesta, salvo que me ponga en manos de un terapeuta.

Y evadiendo esas respuestas, supongo yo, reaccioné ante lo prejuicioso que he sido a lo largo de mi vida, de una u otra manera. Acudieron a mi recuerdo frases maternas o de conversaciones con sus amigas que decían: es que esa india, si no ve que vive en tal barrio, pero si es un levantado, los papás eran unos pobres campesinos, lo saludan a uno como si fuéramos iguales… (lo puedo escribir con cierta libertad porque sé que mi mamá no me lee ni sabe de mis locuras, aunque puede que alguno de mis hermanos –esas joyitas!- se lo diga, lo insinúe o busque ruborizarme ante ella, en tal caso lo negaré y me haré el pendejo).

No trato de exculparme por mis prejuicios, nacidos de esas épocas, adquiridos por ósmosis involuntaria, no sé si la genética igualmente ha colaborado, pero luego de ese sueño he de reconocer que efectivamente he tenido y vivido de mucho prejuicio, aunque en mi defensa puedo confesar que con un trato no digamos más íntimo pero sí más allegado, he descubierto lo innecesarios que fueron en la mayoría de casos. Algunos, en su mayoría silentes, me han dado la cachetada, igualmente silente, que me merecía por pensar en las bobadas que pude pensar de ellos, en la discriminación de que fueron objeto de mi parte, materializada o no, pensada y no expresada y viceversa.

Si algún lector ha sido motivo de mi prejuicio, sólo quiero que sepa que lo siento, no era tan evidente como lo pude corroborar hoy. En mi defensa puedo confesar que con el tiempo se ha ido aminorando esa desagradable maña de discriminar, trato de ver con otros ojos las condiciones ajenas, de ponerme en sus zapatos, en no continuar como crítico ácido. Y ahora que lo recuerdo, la palabra surgió porque en algún lado oí o leí que preguntaban que si era posible dejar el prejuicio a un lado.

Claro que se puede, pero requiere de esfuerzo, no se puede confiar en el cerebro, la loca de la casa, que hace lo que se le da la gana, juzga y prejuzga sin razón, por eso hay que no confiar en ella ni darle en exceso confianza, a pesar de que pueda pensarse en que es un prejuicio, pero en este caso es mejor mantenerla a distancia, no es fiable!

los colombianos invocamos frecuentemente nuestros mandamientos 11 y 12. Y lo hacemos incluso con cierto orgullo pues creemos que ese espíritu nos hace un pueblo astuto. Pero en realidad estos mandamientos denotan una nación que tal vez esté compuesta de individuos astutos, pero que colectivamente es bastante sonsa, pues esa precaria confianza cívica dificulta la acción colectiva y obstaculiza el desarrollo y la consolidación de la democracia. (2)



Foto: JHB (D.R.A.)


(1) Saramago. Ensayo sobre la lucidez.
(2) Rodrigo Uprimny. Los mandamientos 11 y 12. http://www.elespectador.com/opinion/los-mandamientos-11-y-12-columna-689353

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