Saramago(1) me hizo traer a la memoria al zapatero del barrio de mi infancia.
Siempre
estuvo ahí y eso que yo nací con el barrio. En aquellas épocas los negocios ya
estaban allí y ahí permanecían hasta que la imagen se fundía con el
entorno hasta que ya mayores nosotros
desaparecíamos de esas localidades y con nosotros, ellos. Eran negocios
eternos, siempre con los mismos dueños, los mismos dependientes, eran
inamovibles, perduraban en la propia eternidad, uno los reconocía en todos
lados y ellos lo reconocían a uno, en todos lados.
Para
el caso, se trataba de la zapatería que se ubicó en el centro de una bocacalle,
hoy las identificamos por los avisos que indican que es vía cerrada. Hay
recuerdos, situaciones y hechos que en la distancia son difíciles de explicar,
pero trataré. Era una calle que convergía en la nada, al haberse cerrado con un
andén que impedía el paso vehicular, solo era posible el peatonal, eran dos
cuadras unidas por una misma acera, en otras palabras. Y entre el andén y una
zona de prado allí estaba, como caída del cielo, en todo el centro, entre
acera, acera y acera, la zapatería, cercada como una te, entre aceras. Me
enredé, lo sé, pero hay cosas que no puedo explicar con la claridad como se me
presenta en el pensamiento.
En
fin.
No
era una zapatería cualquiera, que pudiera pensarse que había sido construida en
el mejor de los casos con tablas, como era usual cuando se construía en tierra
de nadie… pero no, ésta era una especie de conteiner
–contenedor en español, pero a veces las palabras usadas desde la perspectiva
del tiempo pueden resultar más ilustrativas vistas desde ese mismo tiempo en
que afloraba la memoria del relator y de sus posibles lectores, siendo todos
contemporáneos-; aunque para ser más preciso tenía la dimensiones de medio conteiner, tanto a lo largo como a lo
alto y lo ancho. Debo agregar a manera de excusa que todo este relato lo hago
con los ojos del niño que vivió esas experiencias, por lo que la realidad puede
verse distorsionada.
Inimaginable
verlo en retrospectiva, sin saber de dónde diablos salió y cómo llegó a ese
sitio, precisamente, un container, en
un barrio que hasta ahora asomaba, geométricamente diseñado, casas totalmente
iguales en su conjunto, cada cuadra de cien por sesenta metros, aproximadamente
y de allí que uno adquiría conciencia con el pasar de los tiempos que un
kilómetro eran diez cuadras, metros más metros menos dado que había que pasar
por las calles que las separaban. Hoy una cuadra no tiene personalidad, puede indistinta
e indiferentemente tener veinte o doscientos metros por igual y da lo mismo
porque ya no se puede hacer la aproximación métrica. Cómo han cambiado los años,
me voy diciendo.
El
local era de metal puro, de allí que haga el actual símil con un conteiner, guardadas proporciones como
indiqué, con una puertecilla trasera a manera de acceso posterior y la menciono
como puertecilla no para minimizarla y desprestigiarla con el lenguaje sino
para aclarar que era una puerta pequeña, tal vez imaginada para que un niño
entrara, pero un adulto tenía que encorvarse para su ingreso. Visto desde mi
recuerdo sus dimensiones eran que no sobrepasado el metro sesenta de altura,
que era más o menos, desde mi vista de niño, la altura del zapatero; metro y
medio de ancho y unos dos metros de largo. La parte delantera, en lo que podría
semejarse a la apertura de local, había una especie de ventana que se abría
hacia arriba naturalmente sostenida con un palo de escoba a manera de brazo
sostenedor, como se estilaba en la época y que hoy se llamaría brazo sin el hidráulico,
pero para le época, como decía, era el palo las escobas que siempre tenían sus
segundas oportunidades, como era el de sostener ventanas que se abrían
verticalmente. También es cierto que hay objetos que a pesar de quererse
cambiar, mantienen su propia personalidad, aunque sea solo figura y su interior
haya cambiado, porque los tiempos fuerzan al cambio y así hay que entenderlo
también. (Un desvío mental que se coló!)
Y
ya que filosofo desviándome un algo del tema, me encuentro con que las palabras
de antaño ya no son las de hoy, han evolucionado unas, las que se han atrevido
a modernizarse y otras, han perdido su entonación, su sentido, su significado y
aún su significancia a pesar del cariño que se les podía poner. Tal vez por eso
sea la dificultad de hoy el para tratar de explicar las cosas del ayer, cuando
eran más simples, más sencillas. De allí que no sé si logré explicar lo que mis
ojos me llevan a la memoria de mi niñez, vistos con esos ojos de curiosidad,
con ojos de niño, con ojos de recuerdo; cualquier distorsión ha de perdonárseme,
vuelvo y repito.
Y
decía, no era una zapatería cualquiera, -aunque recordándolo- para el tiempo sí
lo era, porque además de ser zapatería al mismo tiempo y en las noches y
madrugadas se convertían en el solitario hogar del zapatero, a veces con
furtivas compañías, me imagino, ante la imposibilidad de una cohabitación
permanente, dado el espacio reducido. Ese era su hogar y su negocio, un espacio
de solo hierro, acompañado de zapatos que vieron mejores tiempos de andares
ajenos. Centrado en una bocacalle, pedazo de tierra de nadie pero que con el
tiempo se convertiría en la tierra de su ocupante. Estaba allí entronizada,
anunciando que era vía cerrada, que por allí no se podía pasar, pero que era
calle apta para jugar para diversión de niños de la época, cuando se divertía
en compañía, sin pudor, sin prejuicio, sin discriminación, a pesar de las
viejas ventaneras que pudieran rondar de vez en cuando entre la solapada mirada
de reborde, perfil y simulada mirada desinteresada. Siempre han existido las
brujas del 86.
Cómo
llegó allí ese contenedor a mediados de los años cincuenta del siglo pasado?
Una buena pregunta que hoy me hago, porque estoy seguro que su poseedor no pudo
pagarlo y mucho menos costear su traslado, era un zapatero remendón. Y cómo
pudo sobrevivir, supongo que hasta la muerte de su ocupante, allí en lo que hoy
se denomina invasión del espacio público; tampoco lo pude saber. En esa época
las cosas se daban por sentado y nadie las discutía tal vez porque se volvían
parte del paisaje o simplemente las quejas no llegaban a nuestros oídos
infantiles, cosas de grandes pero que, de cualquier manera, allí quedaban.
Iba
en el lado que hacía de ventanal de la zapatería. Recuerdo que para ser
atendidos debía pararse uno en un ladrillo que servía de nivelador de altura y
para uno siendo niño, además debía empinarse para dejarse ver el asomo de
cabeza y al ser visto y para ser atendido, el zapatero debía pararse, aunque
por precisión debía pararse pero agachar la cabeza por la misma altura de su
propio negocio y ahí sí, como tendero atender a su clientela. Un ejercicio de
equilibrio, recuerdo. Para ambos, literalmente. Porque el conteiner había sido puesto al borde del andén sostenido por pares
de ladrillos en cada esquina y costado, lo que lo elevaba más de diez
centímetros del nivel del asfalto, en cuyo lindero quedaba entronizado y de
allí la necesidad de los ladrillos para subirse y ser atendido a demanda.
Desviando
un poco la atención, por razón del recuerdo de imágenes que se confunden, la
zapatería era la zapatería y ya todos en la zona entendíamos que cuando se
decía la zapatería, la reconocíamos sin necesidad de mayor precisión. En
aquellos tiempos, todos los barrios se identificaban fácilmente con los
negocios circundantes en los que no faltaba la panadería y la droguería, las
tiendas de barrio –en el mejor término, es decir las no verduleras, las que
también se identificaban como la tienda de la esquina- y por supuesto, las
tiendas que incluían mercado –es decir, la que ofrecía todo lo necesario para
el almuerzo, productos de plaza de mercado, de campo- e incluía la venta de
salchichón por trozos definidos por la distancia indicadora entre el cuchillo y
la uña del vecino. Y estaban las
plazas de mercado propiamente, donde se hacía ya directamente la compra y en
cantidad, donde atendía la marchanta
y donde era atendida mi señora o sumercé, como solían identificarse
mutuamente compradora y vendedora, hoy términos desaparecidos con estos
propósitos. Hablo en femenino porque mis recuerdos están asociados a mi mamá,
que hacía el mercado y generalmente eran mujeres las que atendían el puesto. Curiosamente los hombres en las
plazas de mercado se centraban en las zonas de venta de la papa en bultos,
pocos eran los marchantes. Por el
contrario, las carnicerías estaban en manos de hombres con el local y el
imperdible espejo y la radio sonando con interminables rancheras, música de
carrilera y los eternos tangos depresivos y de despecho, cuando no era la hora
de los noticieros estridentes y desgarradores de locutores que pareciera
formaran parte de la noticia misma. También el infaltable peluquero, para no
seguir con el listado.
Claro
que estoy hablando de un barrio bogotano de clase media, llamados así porque no
podíamos vivir en los de clase alta, al no serlos y para distinguirlos de los
de clase baja o los otros, a los que
nos enseñaron a ver como los de allá, para diferenciarnos de esos otros
llamados el pueblo. Desde esa época nos
enseñaron a ser segregacionistas y a considerarnos más respecto de los menos y
a tratar de igualarnos, así fuera imaginariamente, respecto de los de arriba,
por aquello de que uno también tiene que tener aspiraciones.
El
zapatero cuando le conocí ya era viejo, de por sí. En esa época eran ya viejos
los que sobrepasaban los cuarenta y si llegaban a los sesenta ya eran ancianos.
Cómo cambian los tiempos, Dios mío, me digo. Parecía que cargaba todas las
penas, creo recordar, en medio de una cojera incipiente. Pelo entrecano y creo
también dentro de mi imaginación, que carente de dientes delanteros, lo que le
hacía ver aún más viejo. Arrugado también, por lo que su edad fuera hoy
indefinible. Verle dentro de su establecimiento con un delantal de cuero,
impregnado de tintas, de colores indefinidos, sobrantes de pegante bóxer,
rayones hechos a punta de cortes de cuchillo y como siempre, con el lápiz
apoyado en su oreja derecha, me lo imagino, desde la perspectiva que hoy le
veo.
Y
ese olor tan característico a zapatería, en que curiosamente nunca huele a
pecueca –si es que hoy la palabra está vigente-. Y ahora que lo digo, el
negocio no tenía baño y mucho menos cocina, cómo hacía entonces que pudiera ser
vivienda ese lugar? (asunto que se
descarta entonces?). Aunque precisamente esta pregunta me lleva a pensar que
tal vez, sólo tal vez, mi imaginación fue la que me indicó que el zapatero
residía allí, porque nunca le vi la posibilidad de otra residencia y es un
engaño de la mente infantil lo que me llevó a esa conclusión. O tal vez sí era
su residencia para aquellos días en que la borrachera le impidiera llegar a su
otra casa y la prefería para ocultar la pereza de llegar a otro lado y ser
incordiado hasta el cansancio. Son cuestionamientos muy tardíos para hacerse,
solo basta dejarse llevar por el recuerdo de un viejo de sus tiempos de niño.
Porque debe reconocerse, (al zapatero, no a mí, aclaro) le gustaba el traguito, al decir de mi mamá y sí, creo que era
cervecero porque muchas veces le vi tambaleándose en su recorrido hasta su
zapatería. Los lunes no abría, por aquello de lunes de zapatero, aunque el
domingo tampoco, de donde deduzco que sábado por la tarde y domingo los
dedicaba al gasto de la cerveza y el lunes, de desenguayabe(2).
Y
hablando de olores, ese olor característico de las zapaterías de antaño, entre
el bóxer, el tíner, las tintas, la
pulidora, el cuero y el sudor de su propietario cuando recién abría el negocio.
Y su contrapartida, el olor del zapato recién remendado, pulcro, brillante,
recién embolado por una cara y por la otra, nuevo, totalmente nueva la suela
que dio origen a la remonta. Sinceramente o al menos esa era mi visión, era el
zapatero todo un artesano, sabía y dominaba su negocio, valía lo que cobraba –a
pesar de que no le gustaban las rebajas, porque tenía su honor, hasta que las
señoras regateaban lo suficiente, porque eran ellas las expertas en el regateo
o al menos mi mamá-; los zapatos rotos renacían en sus manos, particularmente la
suela, literalmente salían nuevos, para unos años más de aguante, dado que para
esas épocas desechables eran muy pocos los objetos, casi todo estaba hecho para
durar toda la vida y no se me tome como aquél que piensa que todo lo pasado fue
mejor, simplemente era así. Los zapatos no se desechaban al primer hueco, ellos
podían sobrevivir con varias remontas, hasta que el cuero aguantara. Suela y
tacones eran reparables y se podía extender su duración mucho más, si se les
ponía a la puntera o al tacón los famosos carramplones,
que eran… cómo explicarle a alguien que no conoció lo que era, los que son mis
contemporáneos al recordar la palabra sonreirán, con esa sonrisa propia del
tiempo pasado. Simplemente diré que eran una protección de desgaste en metal,
supongo que hierro, que se colocaban en la parte más desgastada, para
nivelarlos. Naturalmente la clase media no los usaba usualmente, eso era para los otros, porque eran muy mal vistos -mi
mamá diría: eso no es para gente bien
y de esa manera quedaban prohibidos-, ya que con ellos se podían sacar chispas
al ser rozados contra el pavimento y resonaban con su andar, taca, taca, taca,
dependiendo de la velocidad. Igual ocurría con los tacones de puntilla que
solían usar las señoras antaño. Ahora que lo veo en retrospectiva debían ser
una rama popular de los zapatos que se calzaban para bailar el tap, aquel baile de jólivud en que la música la produce el propio zapato, si mal no
estoy.
En
contraposición, hoy todo es desechable, hasta los ancianos. Una impresora no
puede durar más allá de las cinco mil copias o unos pocos años, lo que ocurra
primero; el colchón hay que cambiarlo cada cinco años, recomiendan, veinte mil
polvos o lo que ocurra primero; las lavadoras no duran más allá de tres años,
son chinas y sus componentes de plástico, precisamente para que escasamente duren
lo que ellos dicen que deben durar y no tienen arreglo, porque sale más barato
comprarla nueva y de esa manera se está al día, dicen los mercaderes de
ilusiones. Hasta uno mismo lo es, después de los cuarenta ya es difícil
conseguir trabajo y para tenerlo hay que tener veinte y mil requisitos más.
Retorno
al zapatero. Quedó descrito, pero tenía una curiosidad adicional. Al parecer
era sordo, muy sordo y solo se hacía entender con sonidos guturales y señales.
En otras palabras, creo que era sordomudo, si no me traiciona la memoria, pero
sabía escribir y leer, porque expedía recibos si sigo fiel a esa memoria de hoy,
por lo tanto, visto en retrospectiva no era tan sordo.
Y
el título del blog. A mi hermano menor, en sus cuatro años, supondría hoy, le
enseñamos a decir, en viva voz y con entonado acento infantil: Viejoooo! Mis papatosss!!! a cuantoooo? a
comoooo? A tincoooo??? Y si no se portaba como nosotros queríamos, lo
amenazábamos con regalárselo. Será uno más de sus traumas, me pregunto(3).
Y otra sin respuesta, cómo diablos se llamaría el zapatero?
Foto: JHB (D.R.A.)
[1] Claraboya.
[2] Tratando de
averiguar sobre el dicho encontré: Zapatero remendón era un oficio pobre, pues el
sarcasmo popular, los creía sucios y perezosos. Por sus pocas ganas de
trabajar, se decía que los remendones no trabajaban ningún día de la semana.
Domingo no trabajaban por no pecar; lunes era día del zapatero; martes compraba
materiales; miércoles afilaba cuchillas; jueves, remojaba el cuero; viernes,
ablandaba el taburete, y sábado cobraba. http://elnuevoliberal.com/dia-del-zapatero/#ixzz4um8EDCYu
[3] Este
blog, autobiográfico y de conversación ajena que gusta oírse, como escribí en
otra oportunidad, un poco largo, pero si llegó hasta este fin quiere decir que
también le gusta oír una buena historia ajena, cosa que le agradezco de
antemano, por tiempo y paciencia.
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