miércoles, 1 de noviembre de 2017

VIEJOOO, MIS PAPATOOOSSS!


Saramago(1) me hizo traer a la memoria al zapatero del barrio de mi infancia.

Siempre estuvo ahí y eso que yo nací con el barrio. En aquellas épocas los negocios ya estaban allí y ahí permanecían hasta que la imagen se fundía con el entorno  hasta que ya mayores nosotros desaparecíamos de esas localidades y con nosotros, ellos. Eran negocios eternos, siempre con los mismos dueños, los mismos dependientes, eran inamovibles, perduraban en la propia eternidad, uno los reconocía en todos lados y ellos lo reconocían a uno, en todos lados.

Para el caso, se trataba de la zapatería que se ubicó en el centro de una bocacalle, hoy las identificamos por los avisos que indican que es vía cerrada. Hay recuerdos, situaciones y hechos que en la distancia son difíciles de explicar, pero trataré. Era una calle que convergía en la nada, al haberse cerrado con un andén que impedía el paso vehicular, solo era posible el peatonal, eran dos cuadras unidas por una misma acera, en otras palabras. Y entre el andén y una zona de prado allí estaba, como caída del cielo, en todo el centro, entre acera, acera y acera, la zapatería, cercada como una te, entre aceras. Me enredé, lo sé, pero hay cosas que no puedo explicar con la claridad como se me presenta en el pensamiento.

En fin.

No era una zapatería cualquiera, que pudiera pensarse que había sido construida en el mejor de los casos con tablas, como era usual cuando se construía en tierra de nadie… pero no, ésta era una especie de conteiner –contenedor en español, pero a veces las palabras usadas desde la perspectiva del tiempo pueden resultar más ilustrativas vistas desde ese mismo tiempo en que afloraba la memoria del relator y de sus posibles lectores, siendo todos contemporáneos-; aunque para ser más preciso tenía la dimensiones de medio conteiner, tanto a lo largo como a lo alto y lo ancho. Debo agregar a manera de excusa que todo este relato lo hago con los ojos del niño que vivió esas experiencias, por lo que la realidad puede verse distorsionada.

Inimaginable verlo en retrospectiva, sin saber de dónde diablos salió y cómo llegó a ese sitio, precisamente, un container, en un barrio que hasta ahora asomaba, geométricamente diseñado, casas totalmente iguales en su conjunto, cada cuadra de cien por sesenta metros, aproximadamente y de allí que uno adquiría conciencia con el pasar de los tiempos que un kilómetro eran diez cuadras, metros más metros menos dado que había que pasar por las calles que las separaban. Hoy una cuadra no tiene personalidad, puede indistinta e indiferentemente tener veinte o doscientos metros por igual y da lo mismo porque ya no se puede hacer la aproximación métrica. Cómo han cambiado los años, me voy diciendo.

El local era de metal puro, de allí que haga el actual símil con un conteiner, guardadas proporciones como indiqué, con una puertecilla trasera a manera de acceso posterior y la menciono como puertecilla no para minimizarla y desprestigiarla con el lenguaje sino para aclarar que era una puerta pequeña, tal vez imaginada para que un niño entrara, pero un adulto tenía que encorvarse para su ingreso. Visto desde mi recuerdo sus dimensiones eran que no sobrepasado el metro sesenta de altura, que era más o menos, desde mi vista de niño, la altura del zapatero; metro y medio de ancho y unos dos metros de largo. La parte delantera, en lo que podría semejarse a la apertura de local, había una especie de ventana que se abría hacia arriba naturalmente sostenida con un palo de escoba a manera de brazo sostenedor, como se estilaba en la época y que hoy se llamaría brazo sin el hidráulico, pero para le época, como decía, era el palo las escobas que siempre tenían sus segundas oportunidades, como era el de sostener ventanas que se abrían verticalmente. También es cierto que hay objetos que a pesar de quererse cambiar, mantienen su propia personalidad, aunque sea solo figura y su interior haya cambiado, porque los tiempos fuerzan al cambio y así hay que entenderlo también. (Un desvío mental que se coló!)

Y ya que filosofo desviándome un algo del tema, me encuentro con que las palabras de antaño ya no son las de hoy, han evolucionado unas, las que se han atrevido a modernizarse y otras, han perdido su entonación, su sentido, su significado y aún su significancia a pesar del cariño que se les podía poner. Tal vez por eso sea la dificultad de hoy el para tratar de explicar las cosas del ayer, cuando eran más simples, más sencillas. De allí que no sé si logré explicar lo que mis ojos me llevan a la memoria de mi niñez, vistos con esos ojos de curiosidad, con ojos de niño, con ojos de recuerdo; cualquier distorsión ha de perdonárseme, vuelvo y repito.

Y decía, no era una zapatería cualquiera, -aunque recordándolo- para el tiempo sí lo era, porque además de ser zapatería al mismo tiempo y en las noches y madrugadas se convertían en el solitario hogar del zapatero, a veces con furtivas compañías, me imagino, ante la imposibilidad de una cohabitación permanente, dado el espacio reducido. Ese era su hogar y su negocio, un espacio de solo hierro, acompañado de zapatos que vieron mejores tiempos de andares ajenos. Centrado en una bocacalle, pedazo de tierra de nadie pero que con el tiempo se convertiría en la tierra de su ocupante. Estaba allí entronizada, anunciando que era vía cerrada, que por allí no se podía pasar, pero que era calle apta para jugar para diversión de niños de la época, cuando se divertía en compañía, sin pudor, sin prejuicio, sin discriminación, a pesar de las viejas ventaneras que pudieran rondar de vez en cuando entre la solapada mirada de reborde, perfil y simulada mirada desinteresada. Siempre han existido las brujas del 86.

Cómo llegó allí ese contenedor a mediados de los años cincuenta del siglo pasado? Una buena pregunta que hoy me hago, porque estoy seguro que su poseedor no pudo pagarlo y mucho menos costear su traslado, era un zapatero remendón. Y cómo pudo sobrevivir, supongo que hasta la muerte de su ocupante, allí en lo que hoy se denomina invasión del espacio público; tampoco lo pude saber. En esa época las cosas se daban por sentado y nadie las discutía tal vez porque se volvían parte del paisaje o simplemente las quejas no llegaban a nuestros oídos infantiles, cosas de grandes pero que, de cualquier manera, allí quedaban.

Iba en el lado que hacía de ventanal de la zapatería. Recuerdo que para ser atendidos debía pararse uno en un ladrillo que servía de nivelador de altura y para uno siendo niño, además debía empinarse para dejarse ver el asomo de cabeza y al ser visto y para ser atendido, el zapatero debía pararse, aunque por precisión debía pararse pero agachar la cabeza por la misma altura de su propio negocio y ahí sí, como tendero atender a su clientela. Un ejercicio de equilibrio, recuerdo. Para ambos, literalmente. Porque el conteiner había sido puesto al borde del andén sostenido por pares de ladrillos en cada esquina y costado, lo que lo elevaba más de diez centímetros del nivel del asfalto, en cuyo lindero quedaba entronizado y de allí la necesidad de los ladrillos para subirse y ser atendido a demanda.

Desviando un poco la atención, por razón del recuerdo de imágenes que se confunden, la zapatería era la zapatería y ya todos en la zona entendíamos que cuando se decía la zapatería, la reconocíamos sin necesidad de mayor precisión. En aquellos tiempos, todos los barrios se identificaban fácilmente con los negocios circundantes en los que no faltaba la panadería y la droguería, las tiendas de barrio –en el mejor término, es decir las no verduleras, las que también se identificaban como la tienda de la esquina- y por supuesto, las tiendas que incluían mercado –es decir, la que ofrecía todo lo necesario para el almuerzo, productos de plaza de mercado, de campo- e incluía la venta de salchichón por trozos definidos por la distancia indicadora entre el cuchillo y la uña del vecino. Y estaban las plazas de mercado propiamente, donde se hacía ya directamente la compra y en cantidad, donde atendía la marchanta y donde era atendida mi señora o sumercé, como solían identificarse mutuamente compradora y vendedora, hoy términos desaparecidos con estos propósitos. Hablo en femenino porque mis recuerdos están asociados a mi mamá, que hacía el mercado y generalmente eran mujeres las que atendían el puesto. Curiosamente los hombres en las plazas de mercado se centraban en las zonas de venta de la papa en bultos, pocos eran los marchantes. Por el contrario, las carnicerías estaban en manos de hombres con el local y el imperdible espejo y la radio sonando con interminables rancheras, música de carrilera y los eternos tangos depresivos y de despecho, cuando no era la hora de los noticieros estridentes y desgarradores de locutores que pareciera formaran parte de la noticia misma. También el infaltable peluquero, para no seguir con el listado.

Claro que estoy hablando de un barrio bogotano de clase media, llamados así porque no podíamos vivir en los de clase alta, al no serlos y para distinguirlos de los de clase baja o los otros, a los que nos enseñaron a ver como los de allá, para diferenciarnos de esos otros llamados el pueblo. Desde esa época nos enseñaron a ser segregacionistas y a considerarnos más respecto de los menos y a tratar de igualarnos, así fuera imaginariamente, respecto de los de arriba, por aquello de que uno también tiene que tener aspiraciones. 

El zapatero cuando le conocí ya era viejo, de por sí. En esa época eran ya viejos los que sobrepasaban los cuarenta y si llegaban a los sesenta ya eran ancianos. Cómo cambian los tiempos, Dios mío, me digo. Parecía que cargaba todas las penas, creo recordar, en medio de una cojera incipiente. Pelo entrecano y creo también dentro de mi imaginación, que carente de dientes delanteros, lo que le hacía ver aún más viejo. Arrugado también, por lo que su edad fuera hoy indefinible. Verle dentro de su establecimiento con un delantal de cuero, impregnado de tintas, de colores indefinidos, sobrantes de pegante bóxer, rayones hechos a punta de cortes de cuchillo y como siempre, con el lápiz apoyado en su oreja derecha, me lo imagino, desde la perspectiva que hoy le veo.

Y ese olor tan característico a zapatería, en que curiosamente nunca huele a pecueca –si es que hoy la palabra está vigente-. Y ahora que lo digo, el negocio no tenía baño y mucho menos cocina, cómo hacía entonces que pudiera ser vivienda ese lugar?  (asunto que se descarta entonces?). Aunque precisamente esta pregunta me lleva a pensar que tal vez, sólo tal vez, mi imaginación fue la que me indicó que el zapatero residía allí, porque nunca le vi la posibilidad de otra residencia y es un engaño de la mente infantil lo que me llevó a esa conclusión. O tal vez sí era su residencia para aquellos días en que la borrachera le impidiera llegar a su otra casa y la prefería para ocultar la pereza de llegar a otro lado y ser incordiado hasta el cansancio. Son cuestionamientos muy tardíos para hacerse, solo basta dejarse llevar por el recuerdo de un viejo de sus tiempos de niño. Porque debe reconocerse, (al zapatero, no a mí, aclaro) le gustaba el traguito, al decir de mi mamá y sí, creo que era cervecero porque muchas veces le vi tambaleándose en su recorrido hasta su zapatería. Los lunes no abría, por aquello de lunes de zapatero, aunque el domingo tampoco, de donde deduzco que sábado por la tarde y domingo los dedicaba al gasto de la cerveza y el lunes, de desenguayabe(2).

Y hablando de olores, ese olor característico de las zapaterías de antaño, entre el bóxer, el tíner, las tintas, la pulidora, el cuero y el sudor de su propietario cuando recién abría el negocio. Y su contrapartida, el olor del zapato recién remendado, pulcro, brillante, recién embolado por una cara y por la otra, nuevo, totalmente nueva la suela que dio origen a la remonta. Sinceramente o al menos esa era mi visión, era el zapatero todo un artesano, sabía y dominaba su negocio, valía lo que cobraba –a pesar de que no le gustaban las rebajas, porque tenía su honor, hasta que las señoras regateaban lo suficiente, porque eran ellas las expertas en el regateo o al menos mi mamá-; los zapatos rotos renacían en sus manos, particularmente la suela, literalmente salían nuevos, para unos años más de aguante, dado que para esas épocas desechables eran muy pocos los objetos, casi todo estaba hecho para durar toda la vida y no se me tome como aquél que piensa que todo lo pasado fue mejor, simplemente era así. Los zapatos no se desechaban al primer hueco, ellos podían sobrevivir con varias remontas, hasta que el cuero aguantara. Suela y tacones eran reparables y se podía extender su duración mucho más, si se les ponía a la puntera o al tacón los famosos carramplones, que eran… cómo explicarle a alguien que no conoció lo que era, los que son mis contemporáneos al recordar la palabra sonreirán, con esa sonrisa propia del tiempo pasado. Simplemente diré que eran una protección de desgaste en metal, supongo que hierro, que se colocaban en la parte más desgastada, para nivelarlos. Naturalmente la clase media no los usaba usualmente, eso era para los otros, porque eran muy mal vistos -mi mamá diría: eso no es para gente bien y de esa manera quedaban prohibidos-, ya que con ellos se podían sacar chispas al ser rozados contra el pavimento y resonaban con su andar, taca, taca, taca, dependiendo de la velocidad. Igual ocurría con los tacones de puntilla que solían usar las señoras antaño. Ahora que lo veo en retrospectiva debían ser una rama popular de los zapatos que se calzaban para bailar el tap, aquel baile de jólivud en que la música la produce el propio zapato, si mal no estoy.

En contraposición, hoy todo es desechable, hasta los ancianos. Una impresora no puede durar más allá de las cinco mil copias o unos pocos años, lo que ocurra primero; el colchón hay que cambiarlo cada cinco años, recomiendan, veinte mil polvos o lo que ocurra primero; las lavadoras no duran más allá de tres años, son chinas y sus componentes de plástico, precisamente para que escasamente duren lo que ellos dicen que deben durar y no tienen arreglo, porque sale más barato comprarla nueva y de esa manera se está al día, dicen los mercaderes de ilusiones. Hasta uno mismo lo es, después de los cuarenta ya es difícil conseguir trabajo y para tenerlo hay que tener veinte y mil requisitos más.

Retorno al zapatero. Quedó descrito, pero tenía una curiosidad adicional. Al parecer era sordo, muy sordo y solo se hacía entender con sonidos guturales y señales. En otras palabras, creo que era sordomudo, si no me traiciona la memoria, pero sabía escribir y leer, porque expedía recibos si sigo fiel a esa memoria de hoy, por lo tanto, visto en retrospectiva no era tan sordo.

Y el título del blog. A mi hermano menor, en sus cuatro años, supondría hoy, le enseñamos a decir, en viva voz y con entonado acento infantil: Viejoooo! Mis papatosss!!! a cuantoooo? a comoooo? A tincoooo??? Y si no se portaba como nosotros queríamos, lo amenazábamos con regalárselo. Será uno más de sus traumas, me pregunto(3). Y otra sin respuesta, cómo diablos se llamaría el zapatero?



Foto: JHB (D.R.A.)


[1] Claraboya.
[2] Tratando de averiguar sobre el dicho encontré: Zapatero remendón era un oficio pobre, pues el sarcasmo popular, los creía sucios y perezosos. Por sus pocas ganas de trabajar, se decía que los remendones no trabajaban ningún día de la semana. Domingo no trabajaban por no pecar; lunes era día del zapatero; martes compraba materiales; miércoles afilaba cuchillas; jueves, remojaba el cuero; viernes, ablandaba el taburete, y sábado cobraba. http://elnuevoliberal.com/dia-del-zapatero/#ixzz4um8EDCYu
[3] Este blog, autobiográfico y de conversación ajena que gusta oírse, como escribí en otra oportunidad, un poco largo, pero si llegó hasta este fin quiere decir que también le gusta oír una buena historia ajena, cosa que le agradezco de antemano, por tiempo y paciencia.

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