lunes, 19 de febrero de 2018

DESDE LA LEJANÍA



El tiempo es una evidencia de nuestra brevedad.(1)

Desde la lejanía de mi pensamiento busco una explicación a lo que desde la distancia veo del prójimo.

Me encuentro con personajes disímiles incapacitados por la vida para valerse por sí mismos. Unos en sillas de ruedas, otros atrapados por la vejez que les impide la autonomía que alguna vez tuvieron, otros más, no tan viejos, sometidos a una enfermedad que les impide ser ellos mismos.

Y veo que todos ellos se aferran a esa silla de ruedas o a la incomodidad del vivir, a pesar de que sus ojos, vistos desde la distancia, tuvieran un mismo pensamiento, ese pensamiento perverso que les obliga a seguir viviendo, deseando en su más íntimo pensamiento, pienso yo, que la liberación les llegue.

He hablado con puro eufemismo por no ofender en un tema tan delicado como es la muerte, indeseada por la mayoría, pero liberadora para otros menos.

Con esta claridad y dejando un poco ese eufemismo embarazoso, veo a muchos viejitos ocultos tras la ventana, cuya única labor es ver por la misma ventana que desde la distancia igualmente yo espío. No sé, pero me parece ver en sus ojos, en sus expresiones, que ya lo único que esperan es que llegue pronto y sin dolor la muerte. No pueden hacer más que sentarse a esperarla, talvez deseándola, hastiados ya de mirar por la ventana cada día, todos los días, sin ningún cambio, fuera del de envejecer cada día más. Eso mismo pasa a toda esa gente que no puede ya valerse por sí mismos, por culpa de un derrame, de una caída, de cualquier desgracia.

Y sinceramente verles me deprime, porque no tienen futuro y su hoy, a más de aburrido, se vuelve incómodo, es como si se dijeran: me voy a echar a morir, sabiendo que para quien la desea, la muerte se resiste. Y me llega a la memoria la vejez de mi abuela, que también fue una extraña para mí, esperando cada día el no despertar, hasta que naturalmente le llegó. También veo en la distancia a mi mamá, anhelante de no dejarse vencer, pero cada día perdiendo su propia batalla. Y me preguntaba en ese entonces, estando limitadas, vale la pena vivir de esa manera?

Así como los edificios envejecen con sus habitantes, así esos habitantes comienzan a verse con sus limitaciones, ya el uno con bastón, el otro en silla de ruedas, el otro más casi a rastras, todos tratando de llegar al patio común para compartir el sol que les corresponde en ese día, su única diversión, pienso yo.

Y cada vez que veo a alguno de ellos siempre viene a mí la inoportuna pregunta: Vale la pena vivir de esa manera? Miro a los cielos y pienso: Ojalá el del más allá se apiade de mí y me lleve lo más rápido posible, no quiero estar en esa situación, porque quiero morir en uso de mis completas facultades físicas y mentales, así suene contradictorio.

He dicho.

Óleo sobre papel. Espátula. JHB (D.R.A.)



(1) Federico Díaz-Granados.

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