El tiempo
es una evidencia de nuestra brevedad.(1)
Desde la lejanía de mi pensamiento busco una
explicación a lo que desde la distancia veo del prójimo.
Me encuentro con personajes disímiles
incapacitados por la vida para valerse por sí mismos. Unos en sillas de ruedas,
otros atrapados por la vejez que les impide la autonomía que alguna vez
tuvieron, otros más, no tan viejos, sometidos a una enfermedad que les impide
ser ellos mismos.
Y veo que todos ellos se aferran a esa silla de
ruedas o a la incomodidad del vivir, a pesar de que sus ojos, vistos desde la
distancia, tuvieran un mismo pensamiento, ese pensamiento perverso que les
obliga a seguir viviendo, deseando en su más íntimo pensamiento, pienso yo, que
la liberación les llegue.
He hablado con puro eufemismo por no ofender en
un tema tan delicado como es la muerte, indeseada por la mayoría, pero
liberadora para otros menos.
Con esta claridad y dejando un poco ese
eufemismo embarazoso, veo a muchos viejitos ocultos tras la ventana, cuya única
labor es ver por la misma ventana que desde la distancia igualmente yo espío.
No sé, pero me parece ver en sus ojos, en sus expresiones, que ya lo único que
esperan es que llegue pronto y sin dolor la muerte. No pueden hacer más que
sentarse a esperarla, talvez deseándola, hastiados ya de mirar por la ventana
cada día, todos los días, sin ningún cambio, fuera del de envejecer cada día
más. Eso mismo pasa a toda esa gente que no puede ya valerse por sí mismos, por
culpa de un derrame, de una caída, de cualquier desgracia.
Y sinceramente verles me deprime, porque no
tienen futuro y su hoy, a más de aburrido, se vuelve incómodo, es como si se
dijeran: me voy a echar a morir,
sabiendo que para quien la desea, la muerte se resiste. Y me llega a la memoria
la vejez de mi abuela, que también fue una extraña para mí, esperando cada día
el no despertar, hasta que naturalmente le llegó. También veo en la distancia a
mi mamá, anhelante de no dejarse vencer, pero cada día perdiendo su propia
batalla. Y me preguntaba en ese entonces, estando limitadas, vale la pena vivir
de esa manera?
Así como los edificios envejecen con sus
habitantes, así esos habitantes comienzan a verse con sus limitaciones, ya el
uno con bastón, el otro en silla de ruedas, el otro más casi a rastras, todos
tratando de llegar al patio común para compartir el sol que les corresponde en
ese día, su única diversión, pienso yo.
Y cada vez que veo a alguno de ellos siempre
viene a mí la inoportuna pregunta: Vale
la pena vivir de esa manera? Miro a los cielos y pienso: Ojalá el del más allá se apiade de mí y me
lleve lo más rápido posible, no quiero estar en esa situación, porque quiero
morir en uso de mis completas facultades físicas y mentales, así suene
contradictorio.
He dicho.
Óleo sobre papel. Espátula. JHB (D.R.A.)
(1) Federico
Díaz-Granados.
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