Sabio dicho aquél que dice que no hay
muerto malo? Y eso me hizo preguntar, no recuerdo de dónde provino la idea ni
de qué acontecimiento, pero pensaba por qué todos los muertos eran buenos y a
punto de ser canonizados, según decían deudos y vecinos, cuando la realidad era
otra?
Acaso está mal hablar del difunto,
de sus virtudes y bondades, de su maldad y sus pecados? Parece que es mal visto
dentro de la hipocresía de nuestra sociedad. Y naturalmente la iglesia no está
exenta del pecado. Recuerdo que en las exequias el cura se acerca a cualquier
deudo, pregunta sobre el número de hijos, nombres, una que otra bobada y en su
discurso de despedida da un panegírico como si el difunto hubiera sido conocido
íntimo y recurrente católico y era un
padre –o madre- impecable, entregado a su familia, respetuoso de la ley divina,
allegado a sus allegados, devoto y en últimas era un hijueputa, si he de
decirlo sin eufemismo. En más de una ocasión me he reído –en silencio, claro
está- cuando oigo ese discurso falso en que se ensalza a un muerto que era una
verdadera joyita. Por eso cuando muera, esperando no pasar por la iglesia, no
se diga nada de mí, que cada cual recuerde lo que debe recordar y que en últimas,
en el último adiós, si es que lo hay, digan: ese sí era la cagada! Con eso basta.
Realmente no hay muerto bueno, solo
un ser humano que dejó de vivir, lleno de conflictos, con sus cosas buenas y
malas, como cualquiera de nosotros, con virtudes y defectos, unos más malos que
otros, otros más buenos que los de más allá, pero ninguno de nosotros lo
suficientemente bueno como para ser ensalzado de tal manera que no fueron
capaces de ser ensalzados en vida.
Y como nos encanta el eufemismo, el
dicho completo dice que no hay novia fea ni muerto malo –ni recién nacido feo,
claro está-. De esa manera evitamos decir la verdad, a pesar de que la verdad
la pensemos, así no la expresemos. Hasta en eso somos hipócritas.
Los hombres de la generación que ya se extinguía,
cuya vejez había esquivado la guerra, opinaban, sin embargo, que París
declinaba con ellos. Lamentaban el fin de la cortesía y de una cierta forma
francesa del ingenio, herencia, según afirmaban, del siglo XVIII, y que ellos
habían conservado intacta. Olvidaban que sus padres y sus abuelos habían dicho
otro tanto; olvidaban también que ellos mismos habían agregado algunas reglas a
la cortesía y que no habían recuperado «el ingenio», en el sentido en que ellos
lo entendían, más que en su vejez(1).
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