miércoles, 14 de agosto de 2019

LA HUMANIZACION DE LAS MASCOTAS



            Entro en terreno resbaladizo. Es cierto que se han llegado a los extremos en que las personas, en su afán de no soportar su propia soledad, adoptan un animal con el fin de vestirlo como a la criatura que no se tuvo, que se fue, que nunca vino. Fiesta de cumpleaños, fiesta de socialización, con bombos y platillos, bombas y serpentinas, como si los animales lo percibieran. Zapaticos para que no se ensucien, aunque la verdad oculta es para que no le haga regueros en su casa. Abrigos porque el pobrecito siente mucho frío –aunque se oculte que es para que no deje tanto pelo-, como si Dios no les hubiera dado la piel que tienen precisamente para que soporten los avatares de la vida y las inclemencias del clima. Todos esos extremos de humanizar a un animal me molestan, porque no los dejan ser lo que son, animales, llámense perros o gatos o pájaros o lo que quieran.

            Sin embargo, casi siempre he tenido, directa o indirectamente, mascotas, particularmente perros y a ellos me referiré. Según la ley ya no son cosas muebles (aquellos bienes que se pueden trasladar de un lugar a otro, creo que citaba el código civil), son seres sintientes y ya con determinados derechos, aunque pienso que no se requiere que la ley lo decrete así, porque el maltrato de cualquier animal (de elefante a sapo) no puede permitirse, por la sencilla razón de que es un abuso que causa dolor y daño a ese ser sintiente.

            Pero bueno, no tengo las virtudes de San Francisco, bueno por naturaleza. El compartir diariamente con un perro le va enseñando a uno un camino que normalmente no encuentra con los seres humanos. Atentos, así pareciera que no entienden, a todas las bobadas con las que uno termina hablándoles. Leales, en cuanto que están o al menos lo aparentan, cerca de uno. Y son sintientes. Quien haya compartido con un animal cada día se asombra más de lo inteligentes que son, así digan que los inteligentes somos nosotros.

            La intimidad que se genera con ellos es de tal naturaleza y pureza, si se quiere, que no está supeditada a la mentira, al deseo de dominio, al compromiso ni a ningún valor humano que permita la humillación, a pesar de conocer a ciertos personajes que tienen un animal porque es de mi hijo o excusas similares que terminan envenenando esa relación, casi como con los odios matrimoniales que se soportan porque toca soportarse.

            El animal a su vez despliega toda su sabiduría, sin querer nada a cambio –supongo y allí la pureza de la relación-. Nada más sentir un lengüetazo –de agradecimiento, de saludo, de cariño o de apoyo-; una pata dirigida a hacer notar su presencia; un bostezo para indicar la hora de la comida, si a uno se le olvidó o si le preguntó si tenía hambre; el movimiento de cola como respuesta a la pregunta de si quiere salir a pasear; o el hacer movimientos de querer que lo acaricien; o el dormir a su lado. Y no importa el genio que tenga el animal, como lo tenemos nosotros, puede ser arisco o faldero, siempre están presentes, siempre son compañía y nuestros silenciosos interlocutores, aunque a veces no tan silenciosos. Algunas veces pareciera que quisieran hablar y mascullan sus respuestas, sus alegatos, sus sinsabores. Ellos son así. Y por eso me pregunto, en estos casos cómo no humanizarlos, si en muchos casos se está mejor con ellos que con el resto de humanidad, que carece de casi todos esos valores animales.

            Les hablo en mi idioma, porque no sé el de ellos, a duras penas he logrado aprender algo del de ellos, aunque también se saben expresar con gracias y movimientos, que poco a poco han venido enseñándome y trato de comunicarme, de expresarme como ellos, en su propio idioma, es decir, sin olvidar que son perros y que si merecen respeto precisamente debo pensar como perro, pensar que son perros, que son animales que de cualquier manera el tiempo los volvió sometidos. Pero eso sí, ahora agradecidos, en cuanto estén en buenas manos.

            Así he venido humanizando a los perros que tocan mi corazón, por permanencia o de paso por este mundo. Diógenes, si mal no estoy, dijo: Cuanto más conozco a la gente, amo más a mi perro. El filósofo sabía de lo que hablaba.   

 se dio cuenta de que las ideas pueden abrir heridas: “Es imposible alumbrar con la antorcha de la verdad sin quemar una que otra barba”. (1)

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[1] Georg Lichtenberg. Aforismos. Edición de Juan Villoro.

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