Entro en terreno resbaladizo. Es
cierto que se han llegado a los extremos en que las personas, en su afán de no
soportar su propia soledad, adoptan un animal con el fin de vestirlo como a la
criatura que no se tuvo, que se fue, que nunca vino. Fiesta de cumpleaños,
fiesta de socialización, con bombos y platillos, bombas y serpentinas, como si
los animales lo percibieran. Zapaticos para que no se ensucien, aunque la
verdad oculta es para que no le haga regueros en su casa. Abrigos porque el pobrecito siente mucho frío –aunque
se oculte que es para que no deje tanto pelo-, como si Dios no les hubiera dado
la piel que tienen precisamente para que soporten los avatares de la vida y las
inclemencias del clima. Todos esos extremos de humanizar a un animal me molestan,
porque no los dejan ser lo que son, animales, llámense perros o gatos o pájaros
o lo que quieran.
Sin embargo, casi siempre he tenido,
directa o indirectamente, mascotas, particularmente perros y a ellos me
referiré. Según la ley ya no son cosas muebles (aquellos bienes que se pueden trasladar de un lugar a otro, creo
que citaba el código civil), son seres sintientes y ya con determinados
derechos, aunque pienso que no se requiere que la ley lo decrete así, porque el
maltrato de cualquier animal (de elefante a sapo) no puede permitirse, por la
sencilla razón de que es un abuso que causa dolor y daño a ese ser sintiente.
Pero bueno, no tengo las virtudes de
San Francisco, bueno por naturaleza. El compartir diariamente con un perro le
va enseñando a uno un camino que normalmente no encuentra con los seres
humanos. Atentos, así pareciera que no entienden, a todas las bobadas con las
que uno termina hablándoles. Leales, en cuanto que están o al menos lo
aparentan, cerca de uno. Y son sintientes. Quien haya compartido con un animal
cada día se asombra más de lo inteligentes que son, así digan que los
inteligentes somos nosotros.
La intimidad que se genera con ellos
es de tal naturaleza y pureza, si se quiere, que no está supeditada a la
mentira, al deseo de dominio, al compromiso ni a ningún valor humano que
permita la humillación, a pesar de conocer a ciertos personajes que tienen un
animal porque es de mi hijo o excusas
similares que terminan envenenando esa relación, casi como con los odios matrimoniales
que se soportan porque toca soportarse.
El animal a su vez despliega toda su
sabiduría, sin querer nada a cambio –supongo y allí la pureza de la relación-.
Nada más sentir un lengüetazo –de agradecimiento, de saludo, de cariño o de
apoyo-; una pata dirigida a hacer notar su presencia; un bostezo para indicar
la hora de la comida, si a uno se le olvidó o si le preguntó si tenía hambre;
el movimiento de cola como respuesta a la pregunta de si quiere salir a pasear;
o el hacer movimientos de querer que lo acaricien; o el dormir a su lado. Y no
importa el genio que tenga el animal, como lo tenemos nosotros, puede ser
arisco o faldero, siempre están presentes, siempre son compañía y nuestros
silenciosos interlocutores, aunque a veces no tan silenciosos. Algunas veces
pareciera que quisieran hablar y mascullan sus respuestas, sus alegatos, sus
sinsabores. Ellos son así. Y por eso me pregunto, en estos casos cómo no
humanizarlos, si en muchos casos se está mejor con ellos que con el resto de
humanidad, que carece de casi todos esos valores animales.
Les hablo en mi idioma, porque no sé
el de ellos, a duras penas he logrado aprender algo del de ellos, aunque
también se saben expresar con gracias y movimientos, que poco a poco han venido
enseñándome y trato de comunicarme, de expresarme como ellos, en su propio
idioma, es decir, sin olvidar que son perros y que si merecen respeto
precisamente debo pensar como perro, pensar que son perros, que son animales
que de cualquier manera el tiempo los volvió sometidos. Pero eso sí, ahora
agradecidos, en cuanto estén en buenas manos.
Así he venido humanizando a los
perros que tocan mi corazón, por permanencia o de paso por este mundo.
Diógenes, si mal no estoy, dijo: Cuanto más conozco a la gente, amo más a mi
perro. El filósofo sabía de lo que hablaba.
… se dio cuenta de que las ideas
pueden abrir heridas: “Es imposible alumbrar con la antorcha de la verdad sin
quemar una que otra barba”. (1)
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