Un grupo, un indeterminado, un
estorbo, sin historia ni individualidad. Un invasor, un odiado. Eso es lo que
es un inmigrante para la mayoría de la gente nativa cuando su país es invadido.
Un muchacho venezolano me hizo
pensar. Se subió a Transmilenio y musicalmente comenzó a contar su historia,
que es la historia de cualquier inmigrante. Y así comenzó, anunciando su propia
historia, la que nadie oía, ni estaban interesados en oír. Un desplazado de su
patria, no por su voluntad, por culpa de una voluntad ajena. Llegado a un país que
de entrada le rechazaba, por su acento, que era lo único que le delataba. No
fue por su querer que abandonó su patria, su suelo, su país. Fue literalmente
echado porque no podía estudiar, ni trabajar, ni ser él; condenado de antemano
por un gobierno socialista que al parecer de socialismo no tiene nada, como lo
dijo el muchacho, pues el pueblo fue el que debió sufrir por la inexperiencia
de otros. Le tocó suportar una historia de la que él no fue personaje, ni tuvo
la culpa, sólo fue una víctima más, para continuar siendo víctima en un país
vecino, que tampoco lo supo recibir. De extranjeros que lo trataron también
como extranjero, fuera de su patria, maltratado por ser extranjero. Espero que el muchacho de la historia si no llega a ser alguien, al menos que logre ser él.
Y lo curioso es que de una u otra
manera todos somos o provenimos de extranjeros, de inmigrantes, así hoy nos
demos de mucho por ser nacionales, pero queriendo ser extranjeros, sin serlo en
otro país –los latinos queriendo ser gringos, los africanos europeos y así el
resto-.
De alguna manera, repito, no somos
nativos de una determinada tierra. América fue sometida, cuando no arrasados
sus habitantes, y somos la amalgama de siglos de diferentes polvos, en los que
el originario se deshizo y se evaporó dejando esta mezcla de razas, dejándonos
creer que somos raza pura. Que levante la mano y tire la piedra si le es dable,
quien no haya tenido un abuelo, bisabuelo o tatarabuelo que no haya llegado a
estas tierras como inmigrante, como desplazado, como hambriento y haya echado
sus mejores polvos –al menos a eso aspiro- en estas tierras permitiendo la
mezcla de la que hoy nos vanagloriamos.
Todo para expresar que en algún
momento alguno de nuestros antepasados fue un inmigrante y tal como hoy, en ese
ayer fue vilipendiado, rechazado, hecho a un lado, denigrado. Antepasado que
sufrió lo mismo que hoy estamos haciendo con ese prójimo llegado de otras
tierras. Tal vez por eso somos seres malditos, porque nunca tenemos los brazos
abiertos. Y todos queriendo ser gringos por derecho propio, porque no se
aceptan como nacionales de la tierra que les vio nacer!
Cuando el
explorador portugués Pedro Álvares Cabral pisó por primera vez suelo brasileño
en la costa de Bahía en abril del año 1500, había en el país cinco millones de
indios, repartidos entre novecientas tribus. Hablaban mil ciento setenta y
cinco idiomas y, exceptuando las habituales escaramuzas tribales, eran gente
pacífica. Cinco siglos después de haber
sido «civilizada» por los europeos, la población indígena había sido diezmada.
Sólo quedaban doscientos setenta mil individuos repartidos en doscientas seis
tribus que hablaban ciento setenta idiomas. La guerra, los asesinatos, la
esclavitud, las pérdidas territoriales, las enfermedades…, aquellas culturas
civilizadas no habían olvidado ningún método de exterminio de los indios.(1)
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