Hay
cosas que por ser imperceptibles han pasado desapercibidas. Cosas, hechos,
actos, sucesos que por cuenta de la cuarentena vienen sucediendo pero que no
son notorias, salvo cuando se expresan.
Un
ejemplo, el polvo que era tan constante en nuestras casas ha disminuido –literal
y alegóricamente-. La construcción está quieta, la movilidad vehicular bajo y
supongo que esos sean los factores de que ya no haya tanta necesidad de estar
limpiando el polvo.
Supongo
que por las mismas razones los cielos, cuando no nublados, están más azules,
con menos bruma, más limpios, para ver y para respirar.
Y
otros más imperceptibles, ya a nivel personal. Nuestros movimientos se hicieron
más lentos, más pausados, más perezosos. Falta de la actividad del movimiento?
Nos hace falta el corre corre? El movimiento rápido?
La
visión, no solo del mundo ni de nosotros mismos, que de alguna manera nos puso
a pensar, aún sin quererlo. Pero me refiero a los ojos. Quienes vivimos
rodeados de muros, colindantes, medianeros que impiden ver a más de tres
cuadras no se han dado cuenta que para ajustar la vista a larga distancia ha
disminuido la visual? Hay que hacer un esfuerzo para volver a acoplar los ojos
a esas montañas distantes para poderlas ver como son, montañas de lejanía,
perceptibles, bien miradas, como antes.
El
baño, ya se toma el tiempo para dedicarlo a ello, cuando antes era a lo que
vinimos fuimos. Ahora se dedica más tiempo, supongo que porque el tiempo hay
que matarlo de alguna manera.
El
acto de levantarse, como ya no hay apuro, se implanta en el deseo aquello de
media horita más.
Y
así podría seguir mencionando una serie de sucesos y actos que antes eran
diferentes y que hoy se encuentran en baja resolución y, lo que resulta
crucial, es que parece que no nacimos para estar encerrados.
Nuestra vida es
en sí y por sí misma algo de lo que sabemos muy poco.(1)
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