lunes, 25 de mayo de 2020

UNA MIRADA EN LA DISTANCIA


Carrera 30 con calle 72, unión de dos avenidas, aunque para ser más preciso, la avenida de Chile y la carrera 30, que no es la 30 actual que ahora se llama NQS, sino aquella 30 que nacía con arrogancia en la calle 68 y venía a convertirse en una simple calle llegando a la 73.
Grabada en mi memoria por haber sido la zona de confort de mi infancia y adolescencia. Y allí mirándola cerca de cincuenta años después, esa esquina, la nororiental, la eterna Gardenia. Panadería y cafetería se titulaba ella misma o se le agregaba lo de rancho y licores? Era el primer piso de uno de los primeros edificios de propiedad horizontal que había por el sector, creo que era de cuatro o cinco pisos de apartamentos. Conocí uno de ellos al habernos hecho pasajeros amigos de algún muchacho de nuestra edad que allí vivía. Sólo recuerdo que era, segundo o tercer piso, qué más da con el recuerdo, y cuya sala y comedor, por demás bastante iluminados, daban a la carrera 30. Mi fugaz recuerdo, de esa fugaz amistad, le tengo grabada en algún recóndito esquinero que mi memoria, porque para esa época de mi recuerdo estaba de moda la bodoquera. Ese pedazo de tubo de no más de treinta centímetros, al cual se le enrollaba un papel para hacer el bodoque. El mejor papel era el de la revista Selecciones, más fino que el de cuaderno o el periódico al que se acudía en últimas, en caso de necesidad. Tendría doce años? Mi memoria no es fiable y por eso los escollos escondidos los relleno con mi fértil imaginación, que nunca me ha abandonado.
Recuerdo un día en especial, era en la tarde hacia las tres o cuatro, cuando podíamos vagabundear por el barrio sin que mi mamá estuviera muy pendiente, bastaba con informar que salgo a la calle, ya vengo –sin definir hora ni lugar para evitarse los discursos consabidos-. Una tarde soleada, del mes de agosto o sería diciembre, aunque para este recuerdo da lo mismo, aunque si no estaba en el colegio la lógica me indica que estábamos de vacaciones. Y lo recuerdo porque no sé si estaré en falsedad del recuerdo o en mera fantasía de mi memoria, estábamos jugando con las bodoqueras. El bodoque de papel, recuerdo que era de Selecciones, pues con él había que hacer previamente los recortes bien hechos, con una regla y cuchilla, de esas de afeitar, y debía ser cortado directamente de la revista por la mitad verticalmente, era el tamaño preciso, pues para estos artes era importante la precisión, no propiamente descubierta por mí, sino aconsejada por aquellos que se supone que sabían. Y ese papel en particular se pegaba muy bien con la saliva con que se cerraba la labor de hacer un bodoque. Era todo un arte, pues si no se hacía con estilo, al soplarlo se desprendía y se quedaba atorado al tubo y había que hacer muchas mañas para poder sacarlo y volverlo a recargar. Los tubos tenían su sofisticación, los había de hierro, de cobre, y en los inicios del pvc, que vinieron a reemplazar a los otros, pero también los había de cartón, a los que por el abuso de la soplada y la saliva se iban deshaciendo.
El fugaz vecino, de cuyo nombre ni recuerdo, por lo que puede tildarse que fue un vecino que apareció tal como desapareció de mi memoria, estaba en la ventana de su apartamento junto con Jairo, mi hermano, si mal no recuerdo. Como podrán darse cuenta, mi memoria y mi recuerdo no se llevan bien. Decía que ellos estaban en las alturas de una ventana anónima lanzando bodoques y yo, en la calle, devolviendo sus favores. Pero el recuerdo con precisión fue el momento en que desde la calle atiné a lanzar un bodocazo y curiosamente, por aquello del peligro no previsto, el bodoque se incrustó en la fosa nasal, izquierda para más señas, creo que de Jairo. Qué puntería la mía, qué peligro que era yo y todo sin cálculo alguno, como casi todas las gracias que hacía que normalmente terminaba en algún estrago no previsto. El susto por el daño colateral fue grande y cuando bajaron, el desafortunado venía sangrando por la nariz. Y ahora mi mamá… fue lo primero que pensé, el accidentado era lo de menos. Hasta creo que bajó con el bodoque puesto en la nariz, ante la imposibilidad de sacarla del susto. No sé si fui yo el que terminó la cirugía, elemental, simplemente sacar el bodoque de la nariz. Creo que no pasó a mayores, la sangre se coaguló, se hizo la limpieza del caso –restregarse la nariz con la manga del saco- y supongo que no fui sapeado.
Lo curioso de las historias, cuando se inicia su narración es que uno no sabe qué caminos se van atravesando, desviándose y retomándose sin control. Y esa narrativa, como en este caso, aleja el motivo principal del cuento, aunque puede terminar siendo parte de la gracia del narrador. La Gardenia.
Decía que estaba ubicada en toda la esquina, por lo que tenía entrada por la carrera y por la calle, unos metros adelante, estaba la otra puerta. Puertas de metal corredizas, de arriba hacia abajo y viceversa, para cerrarse, por aquello de lo no dicho. Tres ventanas con iguales rejas, por la parte de la calle y una sola, por la carrera. Desde ésta se veía al panadero en sus labores diarias, sin las mayores rigideces de hoy, por lo que a veces uno podía ver al panadero limpiándose el sudor, rascándose la cabeza o el oído interior, mientras hacía su tarea de amasar. Pero eso sí, el pan era delicioso, especialmente el francés, desde cuando costaba como cinco centavos, luego veinte, cincuenta y hasta un peso. Pero me estoy desviando y para evitarlo, me concentraré en lo que veo desde una de las mesas, la más próxima a la puerta que daba a la 30.
Desde allí vienen mis recuerdos, me veo, a esta edad, ya viejo, como un espectador que ve desde la lejanía los recuerdos, viéndome a mí mismo, con esa diferencia de edad.
Decía que desde allí, saboreaba el exquisito olor de pan, en todas sus modalidades, pues cada pan traía su propio olor. Una cosa era el del francés, otra el del blandito y aún el del roscón, que desprendía su sabor dulzón, entre azúcar y bocadillo. Olores que se guardan en la memoria y hasta en el fondo del corazón.
Llegar a la Gardenia, escoger mesa y esperar a ser atendido por alguna de las meseras, donde se pedía tradicionalmente el tinto, el perico, un cafecito con pan y otros, la consabida gaseosa con roscón. Las mesas contra las ventanas, por lo que eran de tres puestos cada una, en mi memoria alcanzo a divisar seis mesas, tal vez cinco. Puedo ver en horas matutinas al señor que mientras se toma un tinto lee el periódico del día, tranquilamente, sin afanes, pausadamente. En la mesa contigua, algunos contertulios, de aquellos ruidosos que para mi edad eran los grandes, pero que no sobrepasaban los dieciocho o veinte años, que pasaban las horas pontificando a punta de Pielroja y tinto. Una más allá, dos contertulios silenciosos ante un tablero de ajedrez, mirando tablero y piezas en silenciosa concentración, ajenos al bullicio del rededor, con sus pocillos, cenicero, fósforos y pielrojas adornando la muda mesa, pero que dejaban ver la explosión de pensamientos y la tensión del juego, de acuerdo con la rapidez o dejadez de la jugada, previendo la próxima y la que viene, a la espera de la caza mayor, el rey y así deberían sentirse mientras jugaban.
Ver en la mesa más próxima a la salida de la 72 a los consabidos contertulios, aunque toda la clientela era siempre la consabida, y que correspondía a dos o tres choferes de troly, tomándose su tinto a la espera de que llegue un troly que los baje hasta el 12 de octubre, próxima y última parada. Treinta años después vine a saber que uno de ellos se llamaba Senén, habitual cliente con el cual me tropezaba cuando iba o venía del colegio en troly. Los recuerdos de esos buses tan particulares, en los que los gamines se colgaban de la parte en donde se enroscaban las cuerdas para viajar sin pago; o de las veces en que ciertos otros gamines, de esos a los que conocía como grandes, metían un palo de colombina en donde se enroscaban las cuerdas para que en algún movimiento de entrada y salida de cuerdas las trancaran e hicieran volar por los aires las aspas que conectaban el bus con las líneas eléctricas. Y ver a esos grandes mirando desde la calle el momento en que saltaba la tiranta y se cagaban, literalmente, de la risa viendo el resultado de su propia maldad. Automáticamente el troly frenaba, freno de mano, bajarse el chofer para volver a colocar la tiranta y cuando verificaban que el causante era el famoso palo de colombina, mirando a todos lados para putiar a los causantes de la desgracia y de la infeliz frenada.
La Gardenia era atendida directamente por su propietario, una persona muy particular. No era un tendero, era un señor a carta cabal, todos los días con vestido de paño, incluido el chaleco y el pañuelo en el bolsillito superior externo del lado izquierdo –detalle que es preciso precisar para estas nuevas generaciones- lo que le daba mayor elegancia. Un señor serio, muy decente, creo que excesivamente decente, por su presencia podía pasar por gerente de cualquier compañía, de la época. Había olvidado su nombre, don Marcos y el don previo era lo que le daba mayor elegancia cuando uno iba a la Gardenia. En la solapa izquierda, como todos los vestidos de paño de la época, había un ojal, para los escudos especialmente, cuando era meritorio llevarlos. En su caso, don Marcos tenía, si no me falla la memoria, una cruz, un crucifijo? Pero no por católico, pues con el tiempo supe que era protestante –como se definía a todo aquél que en esa época no era católico, apostólico y romano-. Aunque no notorio para mí, el llamarlos protestantes era un despectivo de la sociedad de la época, los hacía diferentes, semejantes a los gitanos que eventualmente aparecían en la Bogotá de la época. Sin embargo, por la decencia, la seriedad y el comportamiento de don Marcos era muy respetado en el barrio, aún por las viejas rezanderas que pululaban en aquellos tiempos. Era todo un señor, todo un personaje y de muy buena pinta, alto él, pues en medio de cuchicheos y sonrojas femeninos, las señoras católicas, decían que era muy buen mozo.
Que recuerde la Gardenia nunca se cerró, abría a las siete de la mañana y cerraba hacia las nueve de la noche, en jornada continua. Aunque para ser más preciso, en aquellas épocas era de obligatorio cerramiento el veinticinco de diciembre, el primero de enero, el viernes santo. Y un día muy particular, algún día diferente a ellos, estuvo cerrado. Supe que fue por causa de una muerte, de algún allegado de don Marcos, pero nunca supe con certeza quién fue.
Desde mi distancia me veo entrando a la Gardenia, por la puerta que daba a la calle, que era la más cercana para el ingreso cuando venía de la casa. La atención estaba a cargo de dos muchachas y de don Marcos que hacía de cajero obligatorio. Si iba en la mañana temprano, era para comprar pan francés para el desayuno, creo que hasta las ocho salía ese pan. Luego hacía entrada el pan blandito y el resto de modalidades, aunque el roscón era propio después de la una de la tarde. En la tarde se compraba el pan blandito para las onces. Como decía, me veo entrar a la Gardenia y de acuerdo con la edad, uno tenía que empinarse para hacer el pedido: Por favor, diez pesos de pan? Con la ñapa, no se le olvide. La ñapa, el bendaje –que supongo se escribe con be larga, para no confundirlo con el de la ve corta o como con precisión nos hacía repetir mi papá, la uve- era obligatorio pedirlo pues correspondía al pan adicional que le daban gratuitamente con la compra, y en mi caso, con mayor razón, porque el que iba a comprar el pan se quedaba con la ñapa, era regla establecida en la casa y la forma en que mi mamá nos chantajeaba para que fuéramos por el mandado. Es curioso, caigo en la cuenta, de cómo hubo palabras que nos identificaron en su día y que hoy sólo los contemporáneos podemos reconocerlas porque se perdieron en el tiempo. Ñapa, bendaje, mandado. Las bolsas del pan siempre de papel, para aquella época, costumbre que hoy por hoy se ha vuelto a reimponer.
Tomo la bolsa del pan y me veo atravesar la 72, buscando la ñapa para írmela comiendo antes de llegar a la casa para que mi mamá no reclamara el fruto del chantaje y para que los otros no velaran el producto de mi diligencia.
Otro grato recuerdo era que el sol iluminaba los ventanales, en los días en que no estaba lluvioso y hacía más caluroso el estar dentro, aumentado por los vapores de los hornos de la panadería que se encontraba escondida detrás de los estantes llenos de licores y botellas, así como de enlatados diferentes. Cerca de la puerta que daba a la calle 72 estaba la caja registradora, a su izquierda los estantes exhibidores del pan y a la derecha la gran nevera que exhibía lácteos, quesos y los kumis de botellita. Detrás de la caja había una puerta, sin puerta, que daba acceso a la zona de panadería. Allí sólo se alcanzaban a divisar un horno y los bultos de harina con que se hacía el pan. Cuando el panadero se dejaba ver se le veía embadurnado de pies a cabeza de harina, pasando bultos, rascándose la cabeza, estirándose para una nueva jornada. No sé si dormía allá, pero creo que su labor empezaba poco antes de las cinco de la mañana para tener listo el pan francés nada más se abría el negocio. Alguna vez conocí el nombre del panadero, con seguridad el nombre de las señoras que atendían, pero todos ellos pasaron al olvido de mi propio olvido. Como fantasmas pasan por mi mente sus siluetas sin poder llegar a precisarlas, tal vez como recuerdos ya olvidados.
Escándalos dentro del negocio nunca se vieron, porque al primer conato, don Marcos los expulsaba sin fórmula de juicio, por lo que las eventuales peleas se solucionaban ya en la calle. Las caras habituales eran muy conocidas por mí. Unos, los choferes –aunque debo aclarar que los de troly estaban bien trajeados, porque debían portar su uniforme-; otros, los vecinos, los señores que se sentaban a leer prensa o a pontificar sobre política con sus amigotes; otros más, los grandes, que Alberto llamaría malandros, que eran sus amigos y que por ser hermanos de él, supongo que nos soportaban, en la distancia. Las señoras, que eran muy pocas, pues esas labores las delegaban en las muchachas de servicio o en su defecto, por los hijos, de allí que éramos muchos los chinos que íbamos a comprar el pan, nunca a sentarnos en las mesas a tomar tinto. Cosa que creo nunca hice, porque si de casualidad tomaba gaseosa, eso se hacía de pie, en algún rinconcito, pues parece que no era costumbre de la época que uno se sentara en las mesas que eran de los mayores, además, recuerdo que cuando se iba a tomar gaseosa no lo hacíamos en la Gardenia sino en las demás tiendas, no recuerdo por qué, pero pareciera costumbre que denotaba jerarquías.
Desde esa imaginaria mesa, ya entrado en años, me siento allí a recordar lo que fue la Gardenia, sentándome en ella, por primera vez, tomándome un tinto que nunca disfruté allí en mi adolescencia.
Prefiero ese recuerdo, pues hace cosa de como un año rondé por esas calles inolvidables y desde la esquina de la que fuera mi casa miré hacia la Gardenia y fue triste no ver lo que allí estuvo alguna vez y lo deprimente que era, un choque del recuerdo del que no pude reponerme.
La Gardenia era don Marcos y él, su propio negocio, tal como él.


Óleo sobre papel. JHB (€D.R.A.)

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