Ante
esta cuarentena me preguntaba sobre la posibilidad de morir por razón del
coronavirus.
Pensaba
que a pesar de todos los cuidados que uno puede tener, cumpliendo todos los
protocolos establecidos, una moneda recibida como vueltas de una compra puede
ser la causante de contagio. O un roce imprevisto o el tomar un paquete o
cualquier producto de un supermercado que esté contagiado o la puerta de acceso,
cualquier cosa puede dar lugar al contagio, recordando que al que le van a dar
le guardan y al que está destinado, ni cambiar la ruta a Samarkanda (1) lo salva.
Pensaba
que este sería uno de los pocos casos a los que el hombre se enfrenta y sabe,
en estado avanzado, que no tiene escapatoria y que su final está muy próximo.
Pensaba en reacciones –de negación a aceptación, cumplidos todos los pasos de
ese luto-, para concluir que como cada persona es un mundo diferente, las
formas de asumirlo serían muy variadas, que por el momento no vienen a cuento.
Pensaba
en el miedo que debe generar esa situación, por más negación que uno pueda
hacerse, y en todos los pensamientos que se alborotarían, haciendo más
angustioso el momento final.
Y
curiosamente estaba terminando de leer una novela (2), que resumió la reflexión con la que inicié:
Decidido. No debe
tener miedo al final. Pero ha de prepararse para el viaje definitivo, e
Hipódamo recuerda entonces a los filósofos epicúreos, a los que tanto admira:
«La muerte no es nada, nada. Un temor fatuo e inconsciente propio de niños. La
muerte nos priva de todos los sentidos, luego no la sentimos. Entonces, ¿por
qué temerla? Si estoy vivo, la muerte no existe, y cuando muera, seré yo el que
ya no exista. Por tanto, no hay razón para el miedo. Morir no es sino la
culminación de la vida, y debe ser un acto digno y glorioso».
Nacer, vivir,
morir… Su mente no permanece tranquila ni un instante. ¿Qué es la vida, qué es
la muerte? ¿De dónde venimos, adónde vamos? En Hipódamo todo son recelos,
sentimientos encontrados, contradicciones insuperables…, y reflexiona
profundamente siguiendo a sus maestros filósofos: «La vida sólo es una
agitación. Nacemos como inermes criaturas arrojadas a un mar proceloso;
vivimos sumidos en una constante zozobra, ansiando alcanzar un imposible; y
morimos sin dejar otra cosa que una estela en el aire que el viento disipará,
un surco en la arena que la lluvia borrará o una onda en el agua que desharán
las olas. Quizá ése sea nuestro destino: o bien desaparecer para siempre o
regresar de nuevo a los orígenes de todo, a un nuevo principio, a otro comienzo,
a la razón universal».
Lo mismo da morir en el barro que sobre suelo seco, y
la sensación que cada uno puede experimentar ante la proximidad de la muerte es
algo personal y reservado, íntimo, que no afecta a nadie más que a él. A menos,
claro está, que esa sensación se exteriorice, lo que empieza ya a lindar con la
cobardía…(3)
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[2] Corral,
José Luis y Pinero Sáenz, Antonio - El trono maldito.
[3] Arturo
Pérez-Revert. El Húsar.
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