Cambiamos sin saberlo, sin sentirlo, sin notarlo, sin detectarlo, sutiles cambios que, como la vida, pasan intrascendentes, agachados, sin consuelo, gran desconsuelo.
Cambios físicos, mentales y de
pensamiento. Lo que ayer era, hoy se ha transformado, ya no es, ha
evolucionado, para adelante o para atrás. Ayer teníamos quince, ya no éramos
niños; tuvimos veinticinco, ya no éramos adolescentes, ya empezamos una vida
laboral. Llegamos a los cincuenta, faltan doce para la pensión, una eternidad,
piensa uno. Nos pensionamos y ahora qué? El cambio final.
Ayer pensábamos en la bella
justicia, hoy nos desilusiona. Ayer creíamos que teníamos derechos, hoy lo
dudamos. Ayer corríamos, hoy nos cansamos.
Pero no nos dimos cuenta de la
infancia, ni de cuando llegamos a la adolescencia, a la juventud, a la madurez,
si es que allí se llega.
Cambios tan sutiles que cuando ya
los notamos, es tarde, ya se cambió, para bien o para mal, ya no somos lo
mismo, ya tenemos otro cuerpo, otra mente, otro pensamiento, pero no supimos
cuándo.
Sutiles, la mayoría. Otros, muy
pocos, afortunadamente, son dramáticos, como cuando la falta de confesión
diaria generaba culpa, pero luego la sutileza, pausada, sin escándalo, se hace
presente y ya el no ir a misa nos importa un carajo y luego, la religión nos
tiene sin cuidado, sin culpa, sin remordimiento, porque el cambio fue sutil.
Son solo cambios, que nos cambiaron
en cuerpo y alma y ya no nos importa, porque el ayer se fue en el recuerdo y el
hoy nos dice, para qué pensar en pendejadas?
Ellos vienen solos, con la edad y
con la edad ya son pocos los cambios que esperamos.
Brunetti recordó cómo eran las cosas
cuando él era pequeño y todavía creía en Dios y en todo lo que le decían los
curas y las monjas. Todas las veces que emergía de la cueva oscura del
confesionario después de detallar sus minipecados y de ser absuelto de esa carga,
su espíritu se exaltaba con la creencia de que había quedado libre de pecado y,
por tanto, también de culpa.[1]
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