Pensaba en mis ancestros. De bisabuelos y tatarabuelos y de ahí para atrás. De ellos sé muy poco, casi nada. Igual podría pensar de mis abuelos, a los que poco traté, por ausencia, por lejanía, por cualquier causa.
Miro hacia atrás y veo que todos
ellos ya se evaporaron, el tiempo se los fue llevando, pausadamente, sin
clemencia, fueron desapareciendo a medida que desaparecían quienes les
conocieron. Puedo tener un leve recuerdo de sus nombres aunque fácilmente solo
llego al de los abuelos, con algo de seguridad. Tal vez, aunque sea lo más
seguro, ellos a su vez lo hicieron respecto de sus ancestros.
Solo tengo vívido recuerdo de
aquellos que nos engendraron, con los que conviví y a los que vi morir, en su
momento, cuando era su momento. Están grabados y están conmigo, viven conmigo.
Tuvimos nuestra historia y fui parte de su historia y ellos de la mía. Por eso
aún no se han desvanecido.
Y entonces seguí preguntándome:
cuándo me desvaneceré? En dos generaciones a lo sumo pasará lo mismo que con
mis bisabuelos y tatarabuelos.
No somos inmortales ni eternos, eso
lo sé, lo tengo claro: El olvido que seremos, lo condensó Abad Faciolince.
Un pensamiento que se me atravesó,
verme en la fragilidad del recuerdo, ante el cual no puedo hacer nada, solo
saludarlo en la distancia, con sonrisa de complicidad satisfecha.
Queda uno sin palabras o simplemente
solo se puede decir, en voz baja, sin que nadie escuche, como susurro de
plegaria: Mierda! Otra vez me rajé!
—Todos nos convertimos en nuestros
padres.[1]
[1] Donna Leon. Cuestión de fe.
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