Por
circunstancias de la vida, que no vienen al caso, terminé en la facultad de
derecho. Los primeros pinitos de la facultad, generalidades con las que se inicia,
me dieron a conocer su teoría. Era muy entretenido leer sobre la introducción
al derecho, los primeros pinitos en derecho civil, con aquello de personas y
familia, la lógica jurídica y otros temas que empezaba a vislumbrar lo bonito
que tenía el derecho, aún echando atrás hasta el derecho romano y, por
herencia, el español.
Luego pasaron
el laboral, de como se protegía al trabajador y sus derechos y uno seguía
pensando en la teoría que creía igual que a la realidad. Los procesales eran
interesantes, ver cómo, en teoría, el derecho fluía y con ella la justicia; e
igualmente los inicios en el derecho penal, con todas esas fabulosas teorías y
cómo el que la hacía, debía pagar. El constitucional me fascinaba, tan preciso.
En el comercial ver cómo fluían las empresas, en sus diferentes formas.
Y cada día
el derecho, en su teoría me gustaba, ya me veía pontificando, pues hasta la economía del derecho y el tributario eran agradables.
De los
profesores afortunadamente casi todos ellos eran buenos profesores, unos más
rígidos que otros, pero sabían lo que enseñaban y dentro de la teoría hacían
ver el derecho como debería ser. Creo que ninguno nos bajó a la realidad, salvo
uno que otro que nos enseñaban trucos, como que al notificador no bastaba con
darle lo que la ley determinaba, pues si se quería una pronta notificación
había que darle el agregado para que se surtiera más rápido que los otros, esa
fue tal vez de las pocas cosas prácticas que, sin saberlo ni creerlo,
penetraron en mi cerebro.
Me gustaba
el derecho, en esa teoría que me habían enseñado.
Y con
título en mano, me tocó enfrentarme a la realidad. La opción que me correspondió
fue la de ser empleado y no me quejo. Los inicios fueron duros en la medida en
que me enseñaron a pensar en la realidad, me enseñaron a escribir y a ser
abogado, de escritorio, claro está. Esa primera etapa fue una buena escuela.
Luego, con
el transcurrir de los años la desilusión sobre la práctica del derecho se fue
decantando, hasta encontrar que el derecho no era de quien lo tuviera sino de
quien lo pudiera probar, tipo película, olvidando el principal precepto que se
me quedó en la cabeza, la definición de Ulpiano sobre la justicia: dar a cada
cual lo que es suyo. Y la realidad me llevó a ver que Ulpiano solo era una definición,
como tantas traía la teoría. Aprendí entonces, al ser empleado, que todo tenía
al menos dos interpretaciones, es decir, la ley se abría para las leguleyadas.
Y el desencanto fue mayor. Un proceso judicial que en teoría pretendía no
superar el año y menos, si se atuviera a la precisión legal, podía alargarse
hasta tres o más años y hablo del proceso ejecutivo, en que se tiene el título
y demostrando que no fue obtenido con argucias, la sentencia debería darse en menos
de seis meses. Pero para eso se inventaron los abogados, para dar largas y no
reconocer lo que es evidente.
Con el
tiempo, el abogado fue desviado de su camino, afortunadamente, y siguiendo la
vida como empleado, terminé en labores que nunca me imaginé, en planeación, en
administración de bienes, en actividades de administrador, que me hacían bien y
que hacía bien. El dicho es que el que es no deja de ser y el derecho me enseñó
a escribir bien y a hacer las cosas bien, aunque me alejó lo más posible del
derecho de la vida real, pues si hubiera sido litigante no habría aguantado
mucho, demasiados sinsabores para la vida. Recuerdo que no hace muchos años,
por hacer un simple favor, asistir a una audiencia policiva, me encuentro que
el inspector de policía, siendo abogado, impidió que entrara yo con el mero
argumento de que no se necesitaba de abogados, que ya los conocía, recalcó. La
piedra que me dio y el deseo de denunciarlo fue aplacado por quien me pidió el
favor de no hacer nada, para evitar mayores males policivos y por el cariño que
le tenía a mi poderdante, no hice nada, pero me enseñó otra faceta más de por
qué el derecho en la vida práctica es otra cosa a toda la teoría que felizmente
había aprendido y que de leguleyos estamos rodeados y que por más derecho que
tenga, los leguleyos ganan.
Por eso me
desencanté finalmente de mi profesión y eso que egresé hace 41 años, es decir,
era abogado del siglo pasado, pero así es la vida y en ella no hay nada
perfecto, ni siquiera el derecho, ni en su acepción más lejana. Afortunadamente
no exhibí mi tarjeta profesional más de dos o tres veces en mi vida, afortunadamente,
recalco.
No me
quejo, porque en cualquier caso me fue bien y hoy, pensionado, mirando desde la
distancia, al menos ese título me sirvió para llegar hasta donde llegué, a ser
un feliz pensionado que sigue pensando que la teoría del derecho es bastante
bonita, aunque impracticable.
Son las cosas que hacían que a los malos no se
les acabara el negocio y los buenos tuvieran que tomar antidepresivos.
Talleyrand es
nombrado miembro del Comité de Constitución de la Asamblea Nacional, donde
ejerce un papel de extrema importancia. La Constitución presentada al rey y
aceptada por él, el 14 de septiembre de 1791 es firmada por Talleyrand, quien a
su vez es autor del artículo VI de la Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano: «La ley es la expresión de la voluntad general. [...] Debe ser
igual para todos, sea para proteger o para castigar [...]».
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