miércoles, 19 de mayo de 2021

ABOGADOS

             Por circunstancias de la vida, que no vienen al caso, terminé en la facultad de derecho. Los primeros pinitos de la facultad, generalidades con las que se inicia, me dieron a conocer su teoría. Era muy entretenido leer sobre la introducción al derecho, los primeros pinitos en derecho civil, con aquello de personas y familia, la lógica jurídica y otros temas que empezaba a vislumbrar lo bonito que tenía el derecho, aún echando atrás hasta el derecho romano y, por herencia, el español.

 

            Luego pasaron el laboral, de como se protegía al trabajador y sus derechos y uno seguía pensando en la teoría que creía igual que a la realidad. Los procesales eran interesantes, ver cómo, en teoría, el derecho fluía y con ella la justicia; e igualmente los inicios en el derecho penal, con todas esas fabulosas teorías y cómo el que la hacía, debía pagar. El constitucional me fascinaba, tan preciso. En el comercial ver cómo fluían las empresas, en sus diferentes formas.

 

            Y cada día el derecho, en su teoría me gustaba, ya me veía pontificando, pues hasta la economía del derecho y el tributario eran agradables.

 

            De los profesores afortunadamente casi todos ellos eran buenos profesores, unos más rígidos que otros, pero sabían lo que enseñaban y dentro de la teoría hacían ver el derecho como debería ser. Creo que ninguno nos bajó a la realidad, salvo uno que otro que nos enseñaban trucos, como que al notificador no bastaba con darle lo que la ley determinaba, pues si se quería una pronta notificación había que darle el agregado para que se surtiera más rápido que los otros, esa fue tal vez de las pocas cosas prácticas que, sin saberlo ni creerlo, penetraron en mi cerebro.

 

            Me gustaba el derecho, en esa teoría que me habían enseñado.

 

            Y con título en mano, me tocó enfrentarme a la realidad. La opción que me correspondió fue la de ser empleado y no me quejo. Los inicios fueron duros en la medida en que me enseñaron a pensar en la realidad, me enseñaron a escribir y a ser abogado, de escritorio, claro está. Esa primera etapa fue una buena escuela.

 

            Luego, con el transcurrir de los años la desilusión sobre la práctica del derecho se fue decantando, hasta encontrar que el derecho no era de quien lo tuviera sino de quien lo pudiera probar, tipo película, olvidando el principal precepto que se me quedó en la cabeza, la definición de Ulpiano sobre la justicia: dar a cada cual lo que es suyo. Y la realidad me llevó a ver que Ulpiano solo era una definición, como tantas traía la teoría. Aprendí entonces, al ser empleado, que todo tenía al menos dos interpretaciones, es decir, la ley se abría para las leguleyadas. Y el desencanto fue mayor. Un proceso judicial que en teoría pretendía no superar el año y menos, si se atuviera a la precisión legal, podía alargarse hasta tres o más años y hablo del proceso ejecutivo, en que se tiene el título y demostrando que no fue obtenido con argucias, la sentencia debería darse en menos de seis meses. Pero para eso se inventaron los abogados, para dar largas y no reconocer lo que es evidente.

 

            Con el tiempo, el abogado fue desviado de su camino, afortunadamente, y siguiendo la vida como empleado, terminé en labores que nunca me imaginé, en planeación, en administración de bienes, en actividades de administrador, que me hacían bien y que hacía bien. El dicho es que el que es no deja de ser y el derecho me enseñó a escribir bien y a hacer las cosas bien, aunque me alejó lo más posible del derecho de la vida real, pues si hubiera sido litigante no habría aguantado mucho, demasiados sinsabores para la vida. Recuerdo que no hace muchos años, por hacer un simple favor, asistir a una audiencia policiva, me encuentro que el inspector de policía, siendo abogado, impidió que entrara yo con el mero argumento de que no se necesitaba de abogados, que ya los conocía, recalcó. La piedra que me dio y el deseo de denunciarlo fue aplacado por quien me pidió el favor de no hacer nada, para evitar mayores males policivos y por el cariño que le tenía a mi poderdante, no hice nada, pero me enseñó otra faceta más de por qué el derecho en la vida práctica es otra cosa a toda la teoría que felizmente había aprendido y que de leguleyos estamos rodeados y que por más derecho que tenga, los leguleyos ganan.

 

            Por eso me desencanté finalmente de mi profesión y eso que egresé hace 41 años, es decir, era abogado del siglo pasado, pero así es la vida y en ella no hay nada perfecto, ni siquiera el derecho, ni en su acepción más lejana. Afortunadamente no exhibí mi tarjeta profesional más de dos o tres veces en mi vida, afortunadamente, recalco.

 

            No me quejo, porque en cualquier caso me fue bien y hoy, pensionado, mirando desde la distancia, al menos ese título me sirvió para llegar hasta donde llegué, a ser un feliz pensionado que sigue pensando que la teoría del derecho es bastante bonita, aunque impracticable.

 

Son las cosas que hacían que a los malos no se les acabara el negocio y los buenos tuvieran que tomar antidepresivos.[1]

 

Talleyrand es nombrado miembro del Comité de Constitución de la Asamblea Nacional, donde ejerce un papel de extrema importancia. La Constitución presentada al rey y aceptada por él, el 14 de septiembre de 1791 es firmada por Talleyrand, quien a su vez es autor del artículo VI de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: «La ley es la expresión de la voluntad general. [...] Debe ser igual para todos, sea para proteger o para castigar [...]».[2] 

Tomado de Google.
000086041.jpg



[1] David Baldacci. Frío como el acero.

[2] Wikipedia. Y recuérdese quién era Talleyrand y la fama con la que pasó a la historia, entre ellas la de su fortuna, no muy bien habida, pero sabía escribir cosas bonitas, sabiendo que solo era un juramento a la bandera.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario