Leyendo una novela, me llevó a los tiempos antepasados, si tengo presente que los míos son solo pasados, en aquellos en que eran tan importantes las formalidades, que había reglas para todo, cómo saludar a una mujer, a un par, a una dignidad, cómo sentarse, cómo iniciar una conversación. Tengo claro que hoy todo eso de formalismos es algo pasado de moda. Ya no hay reglas, las reglas se escriben con el paso de los tiempos y se modifican en la misma medida. Algunas, las más, retrógradas. Otras, las menos, las hecho de menos al ser los mínimos de educación que deberían haberse respetado, como era respetar a los ancianos, ayudarles a pasar una calle, a saber dirigirse a ellos. Naturalmente, cosas del pasado y hoy, la regla es que lo pasado no fue mejor, son cosas arcaicas, que debemos progresar a la par que el progreso.
Bueno, como sea, la cuestión es
que me hizo recordar que todos los moribundos debían recibir los santos óleos,
so pena de condenarse. Era algo corriente para la época y quién soy yo para
criticar. La costumbre pasó de moda. No recuerdo que a la abuela que murió en casa
se le hayan administrado, dado que murió en santa soledad, nadie se dio cuenta.
Que sepa, en la clínica no se las administraron a mi papá ni a mi mamá, pero
ante su omisión, no creo que por su ausencia se hayan condenado. El cuento que
viene es al leer la novela, del personaje anticlerical, que dispuso:
Ordeno, mando y quiero.
FUERA EL SACERDOTE
Yo muero con Dios, con Él me basta. Él, que
sabe crear mundos, digo yo que sabrá perdonar también los pecados, de manera
que a ti, cura hipócrita, impostor, mentiroso, y me quedo corto, te digo que te
quedes en tu casa. Él no necesita intermediarios, tu oración es una oración
interesada que no pasa de los labios, en tanto que yo rezo con el corazón.
Perdóname, Dios mío. Tú sólo puedes hacerlo porque eres todo en todo.
Admirable decisión, si se usara
actualmente, dado que compartimos el anticlericalismo y ya no es paso
indispensable para llegar a los cielos, me digo con alegría.
Y lo más curioso de la decisión, según
la novela, claro está, es el epitafio, que encierra una gran verdad, ese que
decía:
«Rogad por vosotros, yo ya me he
muerto»[1]
(Barbaridades que uno escribe al estar desocupado y no
tener nada qué decir. Amén.)
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