Del griego oníricos (sueños) y filia (simpatía), me imagino, porque realmente no sé si existe la palabra, simplemente se me ocurrió al tratar de explicar el deseo de soñar, de encontrarse(me) cada noche con el sueño, con lo que me puede esperar.
Mientras entra
el entresueño imaginarse al sueño mismo, que siempre resulta no ser el sueño
soñado, pues entre el deseo y lo que realmente sucede hay un abismo de
diferencia.
Tratar de
imaginarse los personajes que habrá, la historia que contarán, el entorno y el
ambiente en que sucederá.
Ya entrado en
el sueño, cuando la vela ya declina y el sopor hace mella, lo imaginado pasa a
otra imaginación, pasa al poder de la inconciencia del mismo sueño, pues es
difícil determinar a simple vista cuánto de las seis u ocho horas dormidas se
soñó -aunque las máquinas lo pueden decir, claro está-.
Y allí, sin
nuestro consentimiento y aún a pesar de nuestra vergüenza, se entremezclan
personajes, paisajes, historias, en donde no resulta claro si se está hablando,
dialogando o simplemente leyendo los pensamientos ajenos; en donde no se ve,
porque parece que carece de importancia, si se ven los colores, si se ven a las
personas o son solo imágenes o nociones carentes de ellas, si la historia tiene
un hilo conductor, si el entorno es un lugar o múltiples sitios a la vez.
Y los hay,
sueños iguales, hasta repetitivos pero con la variedad del matiz que supera la
imaginación y los hace diferentes, por personaje, paisaje, historia. En el
sueño reina la anarquía y aún con ella, pareciera que parte de la vigilia está
presente, pues en medio del sueño mismo, el cuerpo se acomoda, se abriga o se
destapa, de lo cual parece que nos damos cuenta y de pronto es influenciador,
de alguna manera.
Pero me está
gustando el ejercicio, buscar en el sopor y el adormecimiento el deseo de
ingresar al sueño, para ver qué historia relata, quiénes estarán, en dónde
estaremos, a pesar de que en el regreso a la realidad, el sueño se esfume
automáticamente y sólo queden recuerdos pasajeros, alusiones, esquinazos
rapaces que impedirán contar la verdadera historia de la noche pasada.
Jamás lo olvidaría. Al igual que le sucedía
cuando acababa de leer una buena novela, tenía la impresión de haber conocido
realmente a los personajes de la historia. Sabía que, de cuando en cuando, le
vendrían a la mente y que los mezclaría con los recuerdos de las personas con
las que se había cruzado en la vida real.[1]
[1] Marco Vicchi. La fuerza del
destino.
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