En las inscripciones funerarias tempranas, los muertos rogaban al paseante: «préstame tu voz», para revivir y anunciar quién yacía en el sepulcro. Los griegos y romanos creían que todo texto escrito necesita apropiarse de una voz viva con el fin de completarse y alcanzar su plenitud. Por eso, el lector que paseaba su mirada por las palabras y empezaba a leerlas sufría una especie de posesión espiritual y vocal: su laringe era invadida por el aliento del escritor. La voz del lector se sometía, se unía a lo escrito. El escritor, aun después de su muerte, utilizaba a otros individuos como instrumento vocal, es decir, los ponía a su servicio. Ser leído en voz alta significaba ejercer un poder sobre el lector…[1]
A los lugares que voy, en la medida
de las posibilidades, me gusta recorrer los cementerios, los viejos cementerios
claro está, leer los nombres, verificar las fechas que en sus lápidas se han
incrustado, así como las fotografías y otros recuerdos inútiles que les
incluyen, tales como los escudos de Santafé o Millonarios, entre otros o el
carrito con el que jugaba, tratándose de niños y en alguna oportunidad, hasta
la foto de la moto que tenía.
En los cementerios, en los viejos
cementerios se ven muchas cosas, algunas ridículas, para quienes somos meros
visitantes curiosos, tal como he anotado. Y naturalmente se leen en el mármol
cuánto fueron amados, sin certeza de si fue escrito como una mera solemnidad o
si realmente fue sentido, el mármol aguanta todo, como el papel. A veces, al
observar el entorno, de ser buen observador, se nota y hasta se acaricia el
cariño o el desapego con que fueron escritas las palabras dictadas.
Y hay cementerios de cementerios,
refiriéndome a los viejos cementerios, pues los de hoy, ya no son lo que fueron
y supongo que asustan menos que los viejos cementerios. Ya no tienen
curiosidades. Y hablando de curiosidades, recuerdo un cementerio en España, el
de la Coruña, con vistas a la playa, así desearía uno ser enterrado, quitándole
lo lúgubre que de por sí es un cementerio. Un cementerio con buenas vistas.
Préstame tu voz, sigo recordando. Es
la súplica del olvidado, que no quiere ser olvidado. Préstame tu voz, me sigo
diciendo, préstame tu voz para no ser olvidado, repite mi nombre en voz alta,
para saber que una vez viví. Préstame tu voz, para no ser borrado en el recuerdo
de los que también me siguieron.
La memoria de los viejos, cuanto más tiempo
pasa, más nítida es. Y más despiadada[2].
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