viernes, 10 de septiembre de 2021

¿QUIÉN FUE EL PRIMERO?

 

¿Quién inventó la rueda? ¿Quién picó la primera piedra para convertirla en base de una guarida? ¿Quién encontró que la carne asada era más rica que la cruda? ¿Quién fue el primero que le puso a la comida sal para darle más gusto? ¿Quién dijo que se debía ir a la escuela? ¿Quién diseñó el primer traje? ¿Quién descubrió que se podía echar un polvito? (y no me vengan que fue Adán), ¿A quién le dio por cultivar la tierra? y así miles de quiénes fueron, para todas las actividades iniciales del hombre que dejaron su rastro para que seamos lo que somos. Anónimos que ni siquiera alcanzaron a pasar a la historia, no como ahora que todos los inventores son conocidos, todas las invenciones patentadas, fruto del ingenio o del ingenio de robárselo a otro, según los chismes oídos.  Anónimos que no pasaron a la historia y como anónimos, olvidados a pesar de nunca haber sido conocidos, pero que gracias a ellos la humanidad logró un progreso.

 

No sabemos nada sobre ese desconocido; solo nos queda la fantástica herramienta que nos regaló. Su identidad es una huella borrada por las olas, pero no hay duda de que existió. Los expertos piensan que la invención del alfabeto griego no fue un proceso anónimo a cargo de una colectividad sin nombre ni rostro. Fue un acto individual, deliberado e inteligente que exigió una gran sofisticación auditiva para identificar las partículas básicas —consonantes y vocales— que componen las palabras. Un acontecimiento único que se realizó en un momento determinado y en un único lugar. En la historia de la escritura griega no hay indicios de un tránsito gradual desde un sistema menos completo a uno más acabado. Tampoco hay rastros de formas intermedias, ensayos, vacilaciones ni de retrocesos. Hubo alguien —ya nunca averiguaremos quién—, un sabio anónimo.[1]

Tomado de Facebook
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[1] El infinito en un junco. Irene Vallejo.

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