¿Quién inventó la rueda? ¿Quién picó la primera piedra para
convertirla en base de una guarida? ¿Quién encontró que la carne asada era más
rica que la cruda? ¿Quién fue el primero que le puso a la comida sal para darle
más gusto? ¿Quién dijo que se debía ir a la escuela? ¿Quién diseñó el primer
traje? ¿Quién descubrió que se podía echar un polvito? (y no me vengan que fue
Adán), ¿A quién le dio por cultivar la tierra? y así miles de quiénes fueron,
para todas las actividades iniciales del hombre que dejaron su rastro para que
seamos lo que somos. Anónimos que ni siquiera alcanzaron a pasar a la historia,
no como ahora que todos los inventores son conocidos, todas las invenciones
patentadas, fruto del ingenio o del ingenio de robárselo a otro, según los
chismes oídos. Anónimos que no pasaron a la historia y como anónimos,
olvidados a pesar de nunca haber sido conocidos, pero que gracias a ellos la
humanidad logró un progreso.
No sabemos nada sobre ese desconocido; solo nos queda la fantástica
herramienta que nos regaló. Su identidad es una huella borrada por las olas,
pero no hay duda de que existió. Los expertos piensan que la invención del
alfabeto griego no fue un proceso anónimo a cargo de una colectividad sin
nombre ni rostro. Fue un acto individual, deliberado e inteligente que exigió
una gran sofisticación auditiva para identificar las partículas básicas
—consonantes y vocales— que componen las palabras. Un acontecimiento único que
se realizó en un momento determinado y en un único lugar. En la historia de la
escritura griega no hay indicios de un tránsito gradual desde un sistema menos
completo a uno más acabado. Tampoco hay rastros de formas intermedias, ensayos,
vacilaciones ni de retrocesos. Hubo alguien —ya nunca averiguaremos quién—, un
sabio anónimo.[1]
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