En lista de espera tengo unas frases ajenas, que muchas veces siento que pudieran haber sido dichas por mí, pero desafortunadamente son otros los que las escriben, con mayor lucidez. Son pensamientos que dichos al aire o escritos en su momento, dan qué pensar. Y mucho.
Los recuerdos no se esfuman y
desaparecen. Están todos ahí, escondidos bajo la delgada costra de la
consciencia. Incluso los que creíamos perdidos para siempre. A veces se quedan
allí debajo toda una vida. Otras, en cambio, ocurre algo que hace que
reaparezcan[1].
Son intimidades que no valen la pena
que resurjan, creo.
**
Me parecía un inquietante presagio del
deterioro de mis facultades mentales. Una chorrada, naturalmente, porque yo los
nombres jamás los había recordado y tenía el mismo problema a los veinte años.
Pero pasados los cuarenta los pensamientos estúpidos se multiplican y los
fenómenos insignificantes se convierten en síntomas de la vejez inminente[2].
Y es allí en donde nos planteamos,
desde cuándo empezamos a olvidar.
***
Lo selectivo que es el recuerdo,
cuando nos conviene.
****
Y tal vez por eso prefiero no hablar
de mí.
*****
Más allá de ciertos límites, la única
posibilidad de expandir nuestra memoria depende de la tecnología. Esas
transformaciones son a la vez peligrosas y fascinantes. La línea que separa
nuestras mentes de internet se está volviendo cada vez más borrosa. Se ha
instalado entre nosotros la impresión de que sabemos todo aquello que podemos
localizar gracias a Google. Cuando se reúne un grupo de gente, suele haber
alguien que se lanza a comprobar los datos de la conversación con su teléfono
inteligente. Se zambulle en la pantalla como un ave acuática y, tras una
consulta rápida, emerge con el pez en el pico, aclarando todas las dudas sobre
el nombre de aquel actor o cuáles son los días perfectos para pescar el pez
plátano[5].
******
Y sigo pensando que es mejor no
hablar de mí.
*******
Un verdadero imbécil, muy difícil de
encontrar en estos tiempos en que los imbéciles se disfrazan de inteligentes[7].
Y la gran variedad que hay.
********
Me pregunto si fue la iglesia también
la que nos enseñó a buscar la exculpación, para sentirnos mejor.
*********
Como escritor de ficción, tengo plena
libertad para hacerlo. Se trata de una licencia que me permite la Declaración
de Derechos del Novelista, bajo el apartado «¿Para qué molestarse con la verdad
cuando te la puedes inventar?». Fue debidamente promulgada por el Congreso,
organismo augusto que goza de una experiencia envidiable al respecto[9].
Eso me autoriza a escribir todas las
barbaridades que vengo haciendo.
[1] Las perfecciones provisionales. Gianrico Carofiglio.
[2] Dudas razonables. Gianrico
Carofiglio.
[3] El olor de la noche. Andrea
Camilleri.
[4] El infinito en un junco. Irene
Vallejo.
[5] El infinito en un junco. Irene Vallejo.
[6] Las tres de la mañana. Gianrico Carofiglio.
[7] El ladrón de meriendas. Andrea Camilleri.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario