Tal vez todos los días nos miramos ante el espejo, lavándonos los dientes o las manos o echándonos la loción, pero son miradas ajenas, de esas que miran pero no ven, por no ser interesante o simplemente estar ocupado con sus pensamientos o estar hablándose a uno mismo.
Pero llega un día en que algo le
llama la atención y mira fijamente, pero tal vez con algo de sorpresa, al
sorprenderse que no reconoce al reflejado. No se parece a la imagen que alguna
vez tuvo años atrás y es precisamente eso lo llamativo. Se hace notoria la pérdida
de pelo, las pronunciadas ojeras, el aumento de canas, el incremento de
arrugas, qué sé yo lo que hizo fijar esa mirada en otra mirada que le parece
ajena y que no es posible mantener, porque algo de vergüenza puede aflorar. Qué
sé yo.
Y vencida esa vergüenza entra el
detalle reflejado. En efecto, las canas que no estaban el día anterior, una
pata de gallina adicional, una arruga que hasta el momento había pasado
desapercibida. Son detalles que nos cimbran, nos mueven la tierra porque nos
hace pensar en el tiempo pasado, en cuándo aparecieron las canas, cuándo se fue
el pelo, cuándo empecé a arrugarme. Preguntas sin respuesta, porque fueron
cambios sutiles, tan sutiles que avizoran que la vejez ya empezó y que ya no
hay retroceso, así se apliquen el botox, pues el tiempo no perdona, por más
zancadillas que quieran ponérseles.
Y es entonces cuando se decide mejor
no verse reflejado en el espejo, es mejor que ese desconocido siga su camino,
sin nada qué añadir, dándole la espalda, porque ese no soy yo, sigo siendo el
de ayer y ese de hoy, ya no se parece a mí.
Cosa tan jodida!
Montalvano se asustó, le dio miedo sufrir un
ataque de dismorfofobia que, como le había explicado un amigo psicólogo, venía
a ser el temor a no reconocerse en el espejo[1].
[1] Andrea Camilleri. Un mes con Montalvano.
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