Hoy me ha picado, a pesar de
haberme prometido no tocar, en lo posible, temas de política, ni de religión,
segregación y otros. Hablar un poco extenso sobre el cacareado socialismo, al que
si he de confesar le temo como a una peste maloliente y contagiosa. Las bellezas
que se dicen de Cuba, Venezuela y Nicaragua, por ejemplo, son solo eso,
imaginaciones, sabiendo que detrás de esa máscara de belleza se esconde la
miseria humana reflejada en un estado que pregona una cosa, para afuera, pero
para dentro solo es miseria, como todo el régimen de la órbita rusa que así lo
ha demostrado. Hermosos edificios y calles para mostrar pero a la vuelta de la
esquina, el abandono les delata. Por eso me da miedo caer en estas filosofías.
(Advierto de antemano que el artículo es largo
y puede ser abandonada su lectura en cualquier momento, sin vergüenza ni rubor
alguno).
Y el cuento viene al estar
leyendo a Leonardo Padura, periodista y escritor de novela negra (faceta que
aún no he leído). En sus escritos periodísticos habla de su Cuba, al ser cubano
y estar aún viviendo en Cuba (no se trata de un exilado resentido), pero que se
ha permitido presentar la realidad de su alrededor. El libro lo ha sabido
llamar La memoria y el olvido, atinadamente y son una serie de artículos
escritos como periodista.
Y para dar una visión (tal vez
sesgada de mi parte, por el mismo temor que el asunto me invade al pensar que
nos puede pasar), transcribo algunos de sus artículos, en la parte que me pone
los pelos de punta (pues en otros también se muestra lo buenos que pueden ser
los cubanos como individuos).
Sin duda la forma delictiva más peligrosa y molesta con la que
convivimos hoy los cubanos es la corrupción administrativa que se observa en
los distintos niveles burocráticos con los que cotidianamente tiene contacto la
población. El caso de las dependencias del Instituto Nacional de la Vivienda,
por ejemplo, es una de las más notables, pues la mayoría de las personas que
acuden a sus oficinas comprenden de inmediato que para una solución eficaz y
expedita de sus demandas la vía más segura resulta el arreglo económico con
ciertos funcionarios que se convierten, gracias a su puesto y a los vericuetos
y dificultades que impone la propia ley, en propietarios del destino y la
tranquilidad de los ciudadanos. Una estadística —tal vez inexistente— de la
cantidad de personal relacionado con este sector que ha debido ser demovido de
su cargo por diversas formas de corrupción, quizás pudiera establecer con
claridad hasta qué punto esa esfera —como otras de igual demanda por la
población y otras más a las que no les vemos el rostro pero que mueven muchos,
muchos recursos— están aquejadas por el veneno de la corrupción. No es por
gusto, pienso, que la dirección política del país ha emprendido una cruzada
contra esa delincuencia de cuello blanco —y no tan blanco— que se manifiesta en
casi todos los sectores del servicio y la producción estatal y que
recientemente se haya producido una «intervención» masiva de diversos
establecimientos en donde campeaba el robo (alguna vez se deben llamar las
cosas por su nombre, y no por eufemismos como el de «faltantes» o «desvío de
recursos»).
Un caso que afecta al noventa por ciento de la población y, sin embargo,
parece gozar de absoluta impunidad es el de los mercados campesinos en los que
la norma de oro parece ser: «róbale siempre al cliente». Mi reciente
experiencia personal es la siguiente: advertido por un vendedor callejero de
carne de cerdo que «en el mercado siempre te roban», le pedí al vendedor del
mercado que me diera el precio correcto, pues lo iba a verificar. Con la carne
comprada fui entonces a la pesa de comprobación quo la administración del
mercado tiene habilitada, dicen, que para proteger al cliente y, sorpresa, el
peso que me había dicho el comprador era el mismo que me decía el funcionario
protector del cliente. Pero al llegar a mi casa y comprobar el peso descubrí
que me faltaban cinco libras, lo que sumaba ciento veinticinco pesos estafados.
Con mi pesa y la carne fui hasta el mercado y, apenas tuve que decirle al
vendedor que me debía ciento veinticinco pesos. Sin disculparse ni inmutarse,
sacó el dinero y me lo devolvió. Luego fui a ver al comprobador y le pregunté
cómo era posible que su pesa y la del vendedor me dieran el mismo resultado
equivocado y su respuesta fue antológica: «yo le dije lo que decía la pesa». Mi
caso resultó un fiasco para vendedor y comprobador, que no pudieron robarme
ciento veinticinco pesos, pero me pregunto: ¿cuánto le roban diariamente en un
mercado a las personas que no tienen la posibilidad o el cuidado de comprobar
el peso de lo adquirido? ¿Cómo es posible que un funcionario público cuyo deber
es proteger al consumidor sea parte del mecanismo de robo montado en ese y en
tantos otros mercados? ¿Estos funcionarios operan en esferas más altas y
lucrativas del sistema económico cubano? ¿Están contabilizados estos delitos
—pues son delitos— que se producen a diario en cantidades incontables?
Claramente sé que no estamos
libres de pecado, en este país la corrupción ha avanzado, aunque se ha sabido
ir mimetizando y escondiendo de forma tal que no sea tan evidente, apareciendo
en la oscuridad dado que el celular permite toda grabación, así los jueces
luego la declaren ilegal.
Y me da más temor el que se
implante el miedo como una forma de gobierno, como lo ha demostrado la historia
escondida de todos los países que, como dije, fueron de la llamada órbita soviética.
Sin cambios profundos en esta manera de
conducir el pensamiento y admitir la libertad de expresarlo por los demás será
difícil instrumentar una verdadera cultura que se sostenga sobre la necesidad
de «cambiar todo lo que debe ser cambiado», pues los acuerdos y decisiones
partidistas no van a eliminar de un día para otro la tendencia a acusar (por
los de arriba) y la reacción de temer (por los de abajo). Muchos años y
demasiadas acusaciones y miedos se acumulan en las vidas y conciencias de los
cubanos como para que esta transformación llegue de inmediato, aun cuando lo
cierto es que en la Cuba de hoy los niveles de permisibilidad y heterodoxia
resultan estar a distancias siderales de los que existieron treinta, cuarenta
años atrás, cuando cualquier opinión fuera de tono era considerada un «problema
ideológico» o un modo de darle «armas al enemigo»: aun cuando se tratara de la
más obvia y dolorosa verdad.
Demasiados años de verticalidad política, de
abultado poder de la burocracia, de considerar enemigo a quien no pensase
exactamente igual son lastres que la proyección hacia el futuro de los
lineamientos sociales y económicos aprobados deben insistir en hacer
desaparecer para que brote una sociedad más viva y audaz. Como mismo debe esfumarse
la posibilidad de estigmatizar al inconforme, una fuerza a la que tantas veces
ha recurrido esa retardataria burocracia dirigente y, por tanto, reaccionaria,
responsable no sólo de incontables desastres económicos (por los cuales nunca
han pagado o si acaso lo han hecho sólo con la pérdida de ciertos privilegios),
sino, y sobre todo, promotora de la sustracción de la cultura del diálogo y la
inconformidad expresa como componentes de la diversidad social. Esa necesidad
de admitir lo nuevo, lo diferente, lo heterodoxo que hoy, también, se reclama
desde la dirección partidista y gubernamental cuando el propio Raúl Castro
reconoce que «lo primero a cambiar dentro del PCC es la mentalidad, es lo que
más nos va a costar porque ha estado atada durante años a criterios obsoletos».
Sólo así habrá verdaderos cambios en Cuba. No
sólo por decreto, sino también por consenso. No sólo promovidos desde arriba,
sino también empujados desde abajo y desde los lados… desde todos los rincones.
Dígase lo que se quiera del
capitalismo, pero soy un conforme de la economía nuestra, con sus altibajos y
estupideces, pero al menos sé que puedo comprar lo que se me dé la gana cuando
se me dé la gana y con todo, el capitalismo al que se refieren los socialistas
con desprecio, es el mejor sistema entre todos los malos sistemas existentes.
Eso me da tranquilidad y no me gustaría tener que hacer fila para que el estado
me dé periódicamente un pan, calculando -ellos- que me debe durar una semana o
más, si lo como a punta de recogida de moronas.
Esperada, asimismo, resultó la propuesta de
toda una reestructuración de un modelo económico obviamente agotado, que
buscará con alternativas como las inversiones extranjeras, el trabajo, los
impuestos y la producción privada, la descentralización del Estado, la
eliminación de trabas burocráticas y la reducción de subvenciones. Todas estas
medidas procuran la necesaria competitividad mercantil que reclama con urgencia
un país agobiado por una interminable crisis económica y una rampante
ineficacia productiva, y con una sociedad deformada por los modos en que se
accede a bienes y servicios.
Y hablando de su propia ciudad,
me da temor que las ciudades que conozco se vengan a menos, empiecen a
envejecer no por las propias artes de la edad, sino por el abandono y la
desidia y por qué no, por la falta de plata.
La Habana
está renaciendo. No podría asegurar si de la mejor manera, pero el renacer es
evidente. Apenas oficializadas las primeras medidas de la «actualización del
modelo económico cubano», (…) los efectos
de la nueva política han comenzado a variar, de manera acelerada, la fisonomía
física de una ciudad que, en los últimos cincuenta años, parece haberse
detenido en el tiempo (e incluso retrocedido con el avance del deterioro).
Hasta este instante
la apertura más contundente y visible ha sido la de la revitalización del
trabajo por cuenta propia, con una ampliación de sus categorías y actividades
(nada espectacular, pues ha estado centrada en los oficios y muy pequeños
negocios más que en las profesiones). Para ejercer las distintas posibilidades
de trabajo privado ya se han concedido en el país una cifra notable de nuevas
licencias, a pesar de que, en su mismo nacimiento, se ha establecido un fuerte
sistema impositivo que hace dudar de la capacidad de muchos aspirantes para
poder cumplir a cabalidad los compromisos fiscales.
Esta alternativa
laboral independiente, por muchos años prohibida y luego estigmatizada, cumple
diversas misiones, entre ellas las de absorber una parte de los empleados
estatales y gubernamentales que quedarán «disponibles», según la retórica
cubana. La cifra de los despedidos se calcula alcanzará más de un millón cuando
el proceso haya concluido, aunque ahora mismo su puesta en práctica ha sido
desacelerada ante la evidencia de que la sociedad y la economía no tienen
demasiadas alternativas laborales para tantas personas. A la vez, el trabajo
por cuenta propia intenta dar un leve pero necesario impulso desde abajo a la
descentralización de las estructuras económicas de un modelo en el cual, hasta
hoy, la presencia del Estado ha sido como el de la esencia divina: ha brillado
en todas partes, aunque no siempre resulte visible o tangible. En el mercado
laboral, por cierto, la presencia estatal y gubernamental era absoluta y
hegemónica, aunque desde la crisis de la década de 1990 sufrió cuantiosas
deserciones, habida cuenta de que los salarios oficiales resultan insuficientes
para los niveles de gastos del empleado promedio y muchas personas en edad
laboral prefirieron pasar a la actividad del «invento», término cubano en el
cual se engloban las más disímiles estrategias de supervivencia.
Entre los «nuevos
negocios» a los cuales han acudido los cubanos bajo las condiciones legales
recientemente aprobadas, dos sectores han resultado los más recurridos: el de
la gastronomía y el de la venta de productos agrícolas en todos los puntos de
la ciudad. La avalancha de cafeterías, pequeños restaurantes y vendedores
callejeros y ambulantes (que necesitan una mínima o ninguna inversión previa)
han introducido un ambiente de creatividad y movilidad que, en el aspecto
físico, va dando al entorno urbano una imagen de feria de los milagros en donde
cada cual vende lo que puede y como puede: las cientos de cafeterías (y uno se
pregunta: ¿habrá clientes para todas esas cafeterías, en un país donde la
mayoría de los salarios, como ya se ha dicho, apenas garantizan la
subsistencia?) brotadas en cada esquina, en portales, o locales rústicos, casi
siempre surgen sin la menor sofisticación y con la característica de que los
alimentos adquiridos se consuman de pie, en las aceras, ofreciendo una imagen
de provisionalidad y pobreza definitivamente dolorosas.
Mientras, los
vendedores de hortalizas y algunas otras producciones agrícolas han optado por
puestos aún más endebles y peor montados, e incluso, por la venta en las aceras
desde las mismas cajas de madera en que los productos fueron trasladados o
almacenados. Sin un asomo de sofisticación, con la convicción de que la demanda
supera en mucho la oferta y sin intenciones de atraer por la calidad, la
presentación o el precio, estos puntos de venta, más que una imagen de pobreza
e improvisación están trayendo a la ciudad unos aires rurales y retrógrados de
los que La Habana se había alejado hace muchas décadas.
Junto a estos dos
rubros ha salido a la luz, oficialmente aceptado, el negocio de la venta de
discos compactos grabados con música, cine y series de televisión, pirateadas
de las más imaginativas y diversas formas. Este negocio, que parte de la
ilegalidad de la actividad que lo sostiene, florece en La Habana gracias a la
legalidad otorgada por el hecho de que dedicarse a su venta es un oficio
permitido y fiscalizado. De este modo, tarimas rústicas, colocadas en portales
y aceras, ofrecen al comprador las últimas producciones del cine norteamericano
y las más recientes grabaciones de las estrellas del espectáculo, por precios
que incluso atraen a los turistas extranjeros de paso por la ciudad.
La búsqueda de
soluciones individuales a través del montaje de estos pequeños negocios, sin
que existan demasiadas regulaciones arquitectónicas y urbanísticas que los
controlen, van dando a la capital cubana una imagen de feria sin límites ni
concierto, de ciudad en la que lo rural se mezcla con lo urbano, la novedad con
la improvisación y la fealdad y la sensación de pobreza se convierten en el
sello más característico. En fin, La Habana cambia porque tenía que cambiar… y
uno de los precios que paga es el de su ya bastante deteriorada belleza. (Subrayo).
Por todo esto, que solo son
muestras de lo que es, le temo a toda forma de socialismo, porque sé que, como
el patente caso de Venezuela y Nicaragua, el socialismo lo predican a voz de
cuello, mientras esos predicadores se van llenando los bolsillos a costa de la
miseria de sus coterráneos que no tienen otra opción que la de emigrar, para
hacer más llevadera su vida, si es que así se puede hacer llevadera la vida. Lo
sé, pero una cosa es la Cuba del turista y otra la de la vida cotidiana de sus
pobres habitantes.
Sinceramente, de
varios males, prefiero el menor.
Tomado de Facebook
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