lunes, 17 de abril de 2023

PRESOS

             Y ya que hablé de cárceles, me picó la lengua y el deseo de hablar de los angelitos que están en ellas.

 

            Basta citar un editorial[1]: Los colombianos fuimos testigos esta semana de tres casos que nos llevan a una única y preocupante conclusión: los criminales parecen estar más envalentonados que nunca. Primero se conoció un video en el que un hombre al que le dicen el Negro Ober, aparecía muy cómodo sentado en una silla desde la cárcel en Girón, Santander, fumando, tomando sopa y luciendo joyas, mientras amenaza con matar “comerciante por comerciante”, en “Bogotá, San Martín, Villavicencio, Soledad, Barranquilla”. Por momentos parecíamos estar oyendo esa frase de Pablo Escobar –que a esta altura no sabemos si fue realidad o parte de la ficción de la serie El Patrón del Mal–: “Yo mato a su mamá, a su papá, a su hermanito, a su abuela y si su abuela está muerta la desentierro y la vuelvo a matar”.

 

            O esta otra, que le robaron más de mil millones a un preso y me preguntaba qué hacía con tanta plata en la cárcel? O era para los dulces?[2]

 

            Un preso, cualquiera sea su delito, por el hecho de ser sentenciado pierde todos sus derechos, por el solo hecho de haberle despojado a la víctima de su derecho, cualquiera sea el delito. Lo que es claro, a pesar de lo que digan todas las teorías penales, es que la cárcel no reforma, tal vez deforma y quiérase o no, se aprenden mañas, así sea para la supervivencia, pero allí quedan.

 

            Si de mí dependiera, el cadalso es la mejor herramienta para exterminar asesinos, pedófilos y grandes criminales, sin incurrir en el pecado gringo[3] (o burla) de los llamados pasillos de la muerte cuya sentencia dura una eternidad para ser aplicada.

 

            Las víctimas solo suspiran por la venganza, al menos por eso cuando ya es irrecuperable su derecho, lo que es apenas natural. Aunque si se ve sin eufemismo, el derecho penal es simplemente la venganza o castigo, para dorar la píldora.

 

            Las cosas como son. El dictador que llevo dentro clama: Desocupad las cárceles, fusiladlos a todos, qué más da, ya perdieron sus derechos a vivir sanamente en comunidad y eso nos ahorraría un platal para mantener a todos esos sinvergüenzas, nadie se ha preocupado ni se preocupará por las víctimas, a las que sin razón alguna les han arrebatado sus derechos. Esta vida es injusta, lo sé, pero sigo insistiendo que un criminal, cualquiera sea el delito, carece de derechos y la justa venganza es deshacerse de ellos. (Qué pensarán los que sepan que estudié derecho y todas las teorías penales que, en últimas nunca compartí, pero que debía repetir cual loro para poder pasar el examen). Si no creo en la justicia, mucho menos en los sistemas penales.

 

Los rufianes se sienten empoderados. Reclaman derechos como si se merecieran premios: el Negro Ober se enojó porque en la cárcel a la que lo trasladaron no tenía televisor; los otros criminales de Barranquilla se sienten con autoridad de exigir que los entrevisten, y los del ELN después de decir ‘de malas’ dicen que para dejar de matar jóvenes soldados se necesita “persistir en la construcción de la paz”.

Evidentemente algo extraño y alarmante está pasando en lo más profundo del espíritu de Colombia. Vivimos con una especie de síndrome de Estocolmo generalizado: ese fenómeno de acuerdo con el cual la víctima –en este caso Colombia– desarrolla un vínculo positivo hacia su captor –los criminales– como respuesta al trauma.

Hay quienes dirán que siempre hemos tenido bandidos y que siempre se han comportado como canallas. Sí, pero ahora todos ellos de una u otra manera están apuntados para lo que el gobierno de Gustavo Petro ha bautizado de manera grandilocuente como la “paz total”.[4]

Tomado de Facebook
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[1] https://www.elcolombiano.com/opinion/editoriales/cuando-el-crimen-se-envalentona-ID20989450

[4] Editorial de El Colombiano citado.

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