miércoles, 5 de abril de 2023

DEL SOCIALISMO

                 Hoy me ha picado, a pesar de haberme prometido no tocar, en lo posible, temas de política, ni de religión, segregación y otros. Hablar un poco extenso sobre el cacareado socialismo, al que si he de confesar le temo como a una peste maloliente y contagiosa. Las bellezas que se dicen de Cuba, Venezuela y Nicaragua, por ejemplo, son solo eso, imaginaciones, sabiendo que detrás de esa máscara de belleza se esconde la miseria humana reflejada en un estado que pregona una cosa, para afuera, pero para dentro solo es miseria, como todo el régimen de la órbita rusa que así lo ha demostrado. Hermosos edificios y calles para mostrar pero a la vuelta de la esquina, el abandono les delata. Por eso me da miedo caer en estas filosofías.

 (Advierto de antemano que el artículo es largo y puede ser abandonada su lectura en cualquier momento, sin vergüenza ni rubor alguno).

                 Y el cuento viene al estar leyendo a Leonardo Padura, periodista y escritor de novela negra (faceta que aún no he leído). En sus escritos periodísticos habla de su Cuba, al ser cubano y estar aún viviendo en Cuba (no se trata de un exilado resentido), pero que se ha permitido presentar la realidad de su alrededor. El libro lo ha sabido llamar La memoria y el olvido, atinadamente y son una serie de artículos escritos como periodista.

                 Y para dar una visión (tal vez sesgada de mi parte, por el mismo temor que el asunto me invade al pensar que nos puede pasar), transcribo algunos de sus artículos, en la parte que me pone los pelos de punta (pues en otros también se muestra lo buenos que pueden ser los cubanos como individuos).

Sin duda la forma delictiva más peligrosa y molesta con la que convivimos hoy los cubanos es la corrupción administrativa que se observa en los distintos niveles burocráticos con los que cotidianamente tiene contacto la población. El caso de las dependencias del Instituto Nacional de la Vivienda, por ejemplo, es una de las más notables, pues la mayoría de las personas que acuden a sus oficinas comprenden de inmediato que para una solución eficaz y expedita de sus demandas la vía más segura resulta el arreglo económico con ciertos funcionarios que se convierten, gracias a su puesto y a los vericuetos y dificultades que impone la propia ley, en propietarios del destino y la tranquilidad de los ciudadanos. Una estadística —tal vez inexistente— de la cantidad de personal relacionado con este sector que ha debido ser demovido de su cargo por diversas formas de corrupción, quizás pudiera establecer con claridad hasta qué punto esa esfera —como otras de igual demanda por la población y otras más a las que no les vemos el rostro pero que mueven muchos, muchos recursos— están aquejadas por el veneno de la corrupción. No es por gusto, pienso, que la dirección política del país ha emprendido una cruzada contra esa delincuencia de cuello blanco —y no tan blanco— que se manifiesta en casi todos los sectores del servicio y la producción estatal y que recientemente se haya producido una «intervención» masiva de diversos establecimientos en donde campeaba el robo (alguna vez se deben llamar las cosas por su nombre, y no por eufemismos como el de «faltantes» o «desvío de recursos»).

Un caso que afecta al noventa por ciento de la población y, sin embargo, parece gozar de absoluta impunidad es el de los mercados campesinos en los que la norma de oro parece ser: «róbale siempre al cliente». Mi reciente experiencia personal es la siguiente: advertido por un vendedor callejero de carne de cerdo que «en el mercado siempre te roban», le pedí al vendedor del mercado que me diera el precio correcto, pues lo iba a verificar. Con la carne comprada fui entonces a la pesa de comprobación quo la administración del mercado tiene habilitada, dicen, que para proteger al cliente y, sorpresa, el peso que me había dicho el comprador era el mismo que me decía el funcionario protector del cliente. Pero al llegar a mi casa y comprobar el peso descubrí que me faltaban cinco libras, lo que sumaba ciento veinticinco pesos estafados. Con mi pesa y la carne fui hasta el mercado y, apenas tuve que decirle al vendedor que me debía ciento veinticinco pesos. Sin disculparse ni inmutarse, sacó el dinero y me lo devolvió. Luego fui a ver al comprobador y le pregunté cómo era posible que su pesa y la del vendedor me dieran el mismo resultado equivocado y su respuesta fue antológica: «yo le dije lo que decía la pesa». Mi caso resultó un fiasco para vendedor y comprobador, que no pudieron robarme ciento veinticinco pesos, pero me pregunto: ¿cuánto le roban diariamente en un mercado a las personas que no tienen la posibilidad o el cuidado de comprobar el peso de lo adquirido? ¿Cómo es posible que un funcionario público cuyo deber es proteger al consumidor sea parte del mecanismo de robo montado en ese y en tantos otros mercados? ¿Estos funcionarios operan en esferas más altas y lucrativas del sistema económico cubano? ¿Están contabilizados estos delitos —pues son delitos— que se producen a diario en cantidades incontables?

                 Claramente sé que no estamos libres de pecado, en este país la corrupción ha avanzado, aunque se ha sabido ir mimetizando y escondiendo de forma tal que no sea tan evidente, apareciendo en la oscuridad dado que el celular permite toda grabación, así los jueces luego la declaren ilegal.

                 Y me da más temor el que se implante el miedo como una forma de gobierno, como lo ha demostrado la historia escondida de todos los países que, como dije, fueron de la llamada órbita soviética. 

Sin cambios profundos en esta manera de conducir el pensamiento y admitir la libertad de expresarlo por los demás será difícil instrumentar una verdadera cultura que se sostenga sobre la necesidad de «cambiar todo lo que debe ser cambiado», pues los acuerdos y decisiones partidistas no van a eliminar de un día para otro la tendencia a acusar (por los de arriba) y la reacción de temer (por los de abajo). Muchos años y demasiadas acusaciones y miedos se acumulan en las vidas y conciencias de los cubanos como para que esta transformación llegue de inmediato, aun cuando lo cierto es que en la Cuba de hoy los niveles de permisibilidad y heterodoxia resultan estar a distancias siderales de los que existieron treinta, cuarenta años atrás, cuando cualquier opinión fuera de tono era considerada un «problema ideológico» o un modo de darle «armas al enemigo»: aun cuando se tratara de la más obvia y dolorosa verdad.

Demasiados años de verticalidad política, de abultado poder de la burocracia, de considerar enemigo a quien no pensase exactamente igual son lastres que la proyección hacia el futuro de los lineamientos sociales y económicos aprobados deben insistir en hacer desaparecer para que brote una sociedad más viva y audaz. Como mismo debe esfumarse la posibilidad de estigmatizar al inconforme, una fuerza a la que tantas veces ha recurrido esa retardataria burocracia dirigente y, por tanto, reaccionaria, responsable no sólo de incontables desastres económicos (por los cuales nunca han pagado o si acaso lo han hecho sólo con la pérdida de ciertos privilegios), sino, y sobre todo, promotora de la sustracción de la cultura del diálogo y la inconformidad expresa como componentes de la diversidad social. Esa necesidad de admitir lo nuevo, lo diferente, lo heterodoxo que hoy, también, se reclama desde la dirección partidista y gubernamental cuando el propio Raúl Castro reconoce que «lo primero a cambiar dentro del PCC es la mentalidad, es lo que más nos va a costar porque ha estado atada durante años a criterios obsoletos».

Sólo así habrá verdaderos cambios en Cuba. No sólo por decreto, sino también por consenso. No sólo promovidos desde arriba, sino también empujados desde abajo y desde los lados… desde todos los rincones. 

                Dígase lo que se quiera del capitalismo, pero soy un conforme de la economía nuestra, con sus altibajos y estupideces, pero al menos sé que puedo comprar lo que se me dé la gana cuando se me dé la gana y con todo, el capitalismo al que se refieren los socialistas con desprecio, es el mejor sistema entre todos los malos sistemas existentes. Eso me da tranquilidad y no me gustaría tener que hacer fila para que el estado me dé periódicamente un pan, calculando -ellos- que me debe durar una semana o más, si lo como a punta de recogida de moronas. 

Esperada, asimismo, resultó la propuesta de toda una reestructuración de un modelo económico obviamente agotado, que buscará con alternativas como las inversiones extranjeras, el trabajo, los impuestos y la producción privada, la descentralización del Estado, la eliminación de trabas burocráticas y la reducción de subvenciones. Todas estas medidas procuran la necesaria competitividad mercantil que reclama con urgencia un país agobiado por una interminable crisis económica y una rampante ineficacia productiva, y con una sociedad deformada por los modos en que se accede a bienes y servicios. 

                Y hablando de su propia ciudad, me da temor que las ciudades que conozco se vengan a menos, empiecen a envejecer no por las propias artes de la edad, sino por el abandono y la desidia y por qué no, por la falta de plata.


La Habana está renaciendo. No podría asegurar si de la mejor manera, pero el renacer es evidente. Apenas oficializadas las primeras medidas de la «actualización del modelo económico cubano», (…) los efectos de la nueva política han comenzado a variar, de manera acelerada, la fisonomía física de una ciudad que, en los últimos cincuenta años, parece haberse detenido en el tiempo (e incluso retrocedido con el avance del deterioro).

Hasta este instante la apertura más contundente y visible ha sido la de la revitalización del trabajo por cuenta propia, con una ampliación de sus categorías y actividades (nada espectacular, pues ha estado centrada en los oficios y muy pequeños negocios más que en las profesiones). Para ejercer las distintas posibilidades de trabajo privado ya se han concedido en el país una cifra notable de nuevas licencias, a pesar de que, en su mismo nacimiento, se ha establecido un fuerte sistema impositivo que hace dudar de la capacidad de muchos aspirantes para poder cumplir a cabalidad los compromisos fiscales.

Esta alternativa laboral independiente, por muchos años prohibida y luego estigmatizada, cumple diversas misiones, entre ellas las de absorber una parte de los empleados estatales y gubernamentales que quedarán «disponibles», según la retórica cubana. La cifra de los despedidos se calcula alcanzará más de un millón cuando el proceso haya concluido, aunque ahora mismo su puesta en práctica ha sido desacelerada ante la evidencia de que la sociedad y la economía no tienen demasiadas alternativas laborales para tantas personas. A la vez, el trabajo por cuenta propia intenta dar un leve pero necesario impulso desde abajo a la descentralización de las estructuras económicas de un modelo en el cual, hasta hoy, la presencia del Estado ha sido como el de la esencia divina: ha brillado en todas partes, aunque no siempre resulte visible o tangible. En el mercado laboral, por cierto, la presencia estatal y gubernamental era absoluta y hegemónica, aunque desde la crisis de la década de 1990 sufrió cuantiosas deserciones, habida cuenta de que los salarios oficiales resultan insuficientes para los niveles de gastos del empleado promedio y muchas personas en edad laboral prefirieron pasar a la actividad del «invento», término cubano en el cual se engloban las más disímiles estrategias de supervivencia.

Entre los «nuevos negocios» a los cuales han acudido los cubanos bajo las condiciones legales recientemente aprobadas, dos sectores han resultado los más recurridos: el de la gastronomía y el de la venta de productos agrícolas en todos los puntos de la ciudad. La avalancha de cafeterías, pequeños restaurantes y vendedores callejeros y ambulantes (que necesitan una mínima o ninguna inversión previa) han introducido un ambiente de creatividad y movilidad que, en el aspecto físico, va dando al entorno urbano una imagen de feria de los milagros en donde cada cual vende lo que puede y como puede: las cientos de cafeterías (y uno se pregunta: ¿habrá clientes para todas esas cafeterías, en un país donde la mayoría de los salarios, como ya se ha dicho, apenas garantizan la subsistencia?) brotadas en cada esquina, en portales, o locales rústicos, casi siempre surgen sin la menor sofisticación y con la característica de que los alimentos adquiridos se consuman de pie, en las aceras, ofreciendo una imagen de provisionalidad y pobreza definitivamente dolorosas.

Mientras, los vendedores de hortalizas y algunas otras producciones agrícolas han optado por puestos aún más endebles y peor montados, e incluso, por la venta en las aceras desde las mismas cajas de madera en que los productos fueron trasladados o almacenados. Sin un asomo de sofisticación, con la convicción de que la demanda supera en mucho la oferta y sin intenciones de atraer por la calidad, la presentación o el precio, estos puntos de venta, más que una imagen de pobreza e improvisación están trayendo a la ciudad unos aires rurales y retrógrados de los que La Habana se había alejado hace muchas décadas.

Junto a estos dos rubros ha salido a la luz, oficialmente aceptado, el negocio de la venta de discos compactos grabados con música, cine y series de televisión, pirateadas de las más imaginativas y diversas formas. Este negocio, que parte de la ilegalidad de la actividad que lo sostiene, florece en La Habana gracias a la legalidad otorgada por el hecho de que dedicarse a su venta es un oficio permitido y fiscalizado. De este modo, tarimas rústicas, colocadas en portales y aceras, ofrecen al comprador las últimas producciones del cine norteamericano y las más recientes grabaciones de las estrellas del espectáculo, por precios que incluso atraen a los turistas extranjeros de paso por la ciudad.

La búsqueda de soluciones individuales a través del montaje de estos pequeños negocios, sin que existan demasiadas regulaciones arquitectónicas y urbanísticas que los controlen, van dando a la capital cubana una imagen de feria sin límites ni concierto, de ciudad en la que lo rural se mezcla con lo urbano, la novedad con la improvisación y la fealdad y la sensación de pobreza se convierten en el sello más característico. En fin, La Habana cambia porque tenía que cambiar… y uno de los precios que paga es el de su ya bastante deteriorada belleza. (Subrayo).

                Por todo esto, que solo son muestras de lo que es, le temo a toda forma de socialismo, porque sé que, como el patente caso de Venezuela y Nicaragua, el socialismo lo predican a voz de cuello, mientras esos predicadores se van llenando los bolsillos a costa de la miseria de sus coterráneos que no tienen otra opción que la de emigrar, para hacer más llevadera su vida, si es que así se puede hacer llevadera la vida. Lo sé, pero una cosa es la Cuba del turista y otra la de la vida cotidiana de sus pobres habitantes. 

Sinceramente, de varios males, prefiero el menor.

Tomado de Facebook 
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