Viendo varios programas televisivos, de aquellos que se ven cuando no hay más qué hacer, en que varios personajes variopintos participan en un concurso en donde, en últimas, se muestran las miserias humanas -envidia, odio, trampa, poder-.
Lo curioso,
a pesar de tales miserias, lo diseñan de tal manera que el televidente se
inclina a favor de alguno de los concursantes, conociendo pero a la vez
ocultando tales miserias y así como uno se inclina a favor de alguno, igual
manera puede llegar a odiar o rechazar a los demás.
Son
variopintos, porque así son escogidos. El fantoche, el que se las da, el hijo
de papi, el venido a menos, el sobrado, la pesada, la antipática, por citar
algunas de esas joyas variopintas.
En los
insoportables la repulsión es automática. Tanto es así que en un concurso
español (la rueda de la fortuna) al presentador, sin que lo diga pero se
refleja, se nota cuando un concursante no le gusta, se vuelve más parco, menos
receptivo.
Es la
primera impresión la que genera el rechazo, sin saber si es o no una buena
persona, simplemente se cierra uno a ver otra perspectiva de la persona. Y lo
fatal es que desde ese momento espera uno que ese concursante no gane.
Y otro
concurso que presenta una dualidad. Con una palabra que se hace a otro
concursante se pretende que adivine la palabra escrita en el sobre y así gana
el punto. Solo una palabra debe contener la pista, una sola, nada de gestos
indicadores, hasta aquí bien, pero… viene la trampa que incumple la regla, con
la que se puede evadir la limitación, sin ser motivo de sanción. Una mirada
indicadora o, como ya se acostumbraron, a voltear la cara hacia la izquierda,
para indicar que es lo contrario, o a la derecha para señalar que es sinónimo.
Eso no es trampa? Eso no hace que lo honesto se tiña de visos llevándose a los
límites de la honradez, tanto como en película gringa en donde el policía bueno
puede acudir a argucias que pasan por encima de la ley (lo llaman causa
probable: no oíste el grito de auxilio? Cuando el silencio ha sido
rotundo.)
Y después
criticamos por qué no somos honestos, o más honestos, diría la autoridad como
si la honestidad tuviera grados o visos, aunque ya se ha impuesto la palabreja,
ya se puede ser honesto, más honesto (que implicaría deshonestidad) o menos
honesto (que implicaría lo mismo, me digo). Se es o no se es, pues en algunos
temas no valen las mediatintas, a pesar de la democracia o de su generalizada
aceptación.
Y de los
realities ni hablar, allí abunda la humillación, el pordebajeo, la cizaña,
sobre todo en ciertos presentadores que se creen la mama de Dios, con derecho a
insultar a los concursantes.
Pero bueno,
quién soy yo para criticar?
Son solo
percepciones de un viejo en tiempos modernos.
Ahora no sé dónde empieza la causa y dónde las
mentiras.[1]
[1] El hombre que amaba los perros. Leonardo
Padura.
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