Algún día mientras caminaba por un sendero una piedra se me metió en el zapato. Todos conocemos la molestia que se produce al caminar con cualquier objeto extraño dentro de un zapato y el primer deseo, siempre que se pueda, es hacer lo posible por deshacerse de ella.
Esta
situación de inmediato me devolvió al pasado, al lejano pasado de mi niñez, de
mis primeros años de educación. Estudiaba con monjas, las Siervas de San José.
Tiempos lejanos que por circunstancias curiosas de la vida volvieron a mi mente
y todo por una piedra en el zapato, a pesar de lo difusa que pueda resultar la
imagen que de allí proviene.
Era
la época de Domingo Savio[1],
de María Goretti[2]
y otra lista de muchachitos que por arte de magia resultaron santos (ya hablaré
más delante del tema, para desahogarme debidamente) y de cuyas vidas, ejemplo para nosotros,
siendo niños, debían ejercer mayor influencia ejemplarizante en nuestras vidas.
Eso decían las monjas y de esa manera tuvimos buena vocación de sometimiento y
de anhelo celestiales. Hasta deseábamos ser estigmatizados, hacíamos ayudas
para algún niño negro por allá en las lejanas tierras africanas -dando una
contribución claro está- (así se pensaba en esa época y eso no nos hacía
racistas pero sí caritativos). Es decir, nos inculcaron que debíamos alcanzar
la santidad, aunque ella solo se obtendría a través del sacrificio y el
sufrimiento, con su consiguiente dolor.
Con
razón pienso hoy, en que ya no soy católico, aunque puede que sí agnóstico
-porque hay que apostar a algo, uno nunca sabe- que un niño es demasiado
influenciable.
Y
la piedra qué? Se preguntarán. Pues con todo este prefacio esa piedra me
recordó las oportunidades en que las monjas nos animaban al sacrificio que
también era redentor para quienes sí sufrían (negros, pobres, presos referentes
de esa época) y precisamente uno de los sacrificios que prodigaban las monjas
era precisamente el de caminar con una piedra dentro del zapato, cuyo tamaño
dependía, pienso hoy, del grado de sacrificio que queríamos ofrendar.
Creo
que empecé con una piedra medianamente grande con el objetivo de salvar a todos
los africanos. Recuerdo que no pude con el experimento y ante a incomodidad y
el dolor creo que preferí una más pequeña que, aunque no salvara a toda África
al menos parte de ella en mi nombre y sacrificio, pero descubrí, si la memoria
no se falsea demasiado, que yo no estaba hecho para esas vicisitudes ni para
cargar penas ajenas de un continente tan lejano.
Solo
hasta hoy, gracias al recuerdo atraído veo el sometimiento a que estábamos
sujetos, con unos dogmas por demás estúpidos o, al menos, increíbles, por los
cuales se sometían las mentes infantiles que no las comprendían y allí sí,
aceptaban como cuestión de fe, en donde no había cuestionamiento admisible para
llevar la contraria o al menos para preguntarse si eso era real. Difícil
entender aquello del 3 en 1, digo, la Santísima trinidad, de la concepción
espontánea, la inefabilidad papal y la necedad de que esa iglesia se acople a
los tiempos modernos.
Y
al escribir esto, me llegó el recuerdo al que igualmente estuve sometido con
los jesuitas pretendiendo que uno, siendo niño y en vísperas de adolescente, se
confesara semanalmente de sus pecados y hoy me pregunto de cuáles pecados se
puede confesar un niño o el adolescente, que si acaso éste podría confesar un
pajazo que en aquellas épocas era pecado mal visto, no recuerdo si venial,
grave o gravísimo y el temor a la condenación había sido bien fijado, hoy
gracias a los siquiatras ya no se considera pecado y más bien es liberador,
porque uno se descarga, de tanta tensión, agrego.
Y
hoy, viendo una película -Benedetta[3]-,
menciona ella unas sabias palabras: Todos tenemos derecho a un pecado.
Amén,
hermanos!
—A ti no te importa que le diga chinos a los
chinos, ¿verdad, Juan? —empezó el Conde con una taza de té hirviente, muy
perfumado, en las manos y asediado por una sensación de desorientación policial
y sexual que lo ponía excesivamente locuaz—. ¿Eso no es ofensivo, no? Porque
los chinos son chinos, pero a los negros no se les debe decir negros, aunque
sean más negros que el culo de una tiñosa. A los niños educados les enseñan a
decir «una persona de color», pero es porque son de color negro, ¿no? Mi abuelo
Rufino me decía que les dijera «morenos». Yo tengo algo de negro, ¿sabes? No sé
si por parte de madre o de padre o de espíritu santo… [4]
[1] En la primavera de 1855 se propuso ser santo al escuchar una
prédica de don Bosco sobre la facilidad para serlo. Murió 3 semanas antes de
cumplir los 15 años de edad. Es uno de los santos no mártires más jóvenes de
la Iglesia católica. Wikipedia. Vaya genialidad, se lo propuso y decidió morir, esas
fueron todas sus proezas y alcanzó la santidad. A mi edad podré proponérmelo?
[2] Una tarde, (5 de julio de 1902, Nettuno) María
estaba sentada en lo alto de la escalera de la casa, remendando una camisa.
Aunque aún no cumplía los doce años, era ya una mujercita. Alejandro, un joven
de 18 años, subió las escaleras con intención de violar a la niña. María opuso
resistencia y trató de pedir auxilio; pero como Alejandro la tenía agarrada por
el cuello, apenas pudo protestar y decir que prefería morir antes que ofender a
Dios. Al oír esto, el joven desgarró el vestido de la muchacha y la apuñaló
brutalmente. Ella cayó al suelo pidiendo ayuda y él huyó. María fue
transportada a un hospital de la cercana localidad de Nettuno, en donde perdonó
a su asesino de todo corazón, invocó a la Virgen y murió veinticuatro horas
después. (6 de julio de 1902, aún no había cumplidos los 12 años). Si por
eso santificaran hoy…
[3]
Benedetta Carlini fue una monja mística lesbiana que vivió en la Italia de la
Contrarreforma, durante los siglos XVI y XVII. Judith Brown relató su vida en
Immodest Acts, explicando los acontecimiento que la llevaron a ser de
importancia para los historiadores de la espiritualidad femenina y del
lesbianismo. Wikipedia
[4] La cola de la serpiente. Leonardo
Padura.
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