Entré a un cementerio, cámara en mano, como suelo hacerlo cada vez que se presenta la oportunidad al visitar pueblos nuevos, son muchas las curiosidades que uno se encuentra allí. Hacer cuentas de cuánto vivió, ver las diferentes decoraciones sobrias o extravagantes, de encontrar en fin nombres o apellidos raros, curiosos o chistosos, al menos para uno, tales como Carro o Amor, como me encontré en esta oportunidad.
No sé si tanta visitadera a cementerios e iglesias se
deba a un morbo oculto, al ocultismo propio de esos lugares, a lo misteriosos
que son, a su propia estática, su propio olor y, curiosamente, en el caso de
las iglesias procuro siempre tomar una foto del altar mayor en su completitud;
sin embargo, en casi todos los casos la foto sale borrosa, movida o descentrada
y no sé por qué, creo que es la misma iglesia la que se venga de mí, como
represalia, tácita o expresamente no dicha, por mis mundanos pensamientos, pero
es así, aunque sigo insistiendo para ver si logro vencer los sortilegios.
Y hablando
de curiosidades, no recuerdo en qué cementerio ni de qué pueblo (tal vez
Espenuca, Galicia), tomé la foto que ilustra este blog, coincidiendo con una
lectura que hacía poco había hecho:
Apenas
traspusieron el umbral (del cementerio de asquenazíes
en Cuba)—¡Oh, los que entráis, dejad toda esperanza!—[1].
Cuando descargué la foto en cuestión, para hacer los
arreglos del caso para darle algo más de vida, fuera de la ironía, solo
apareció mi nombre y el DEP, por el viejo conocido RIP o el aquí yace.
Lo primero que pensé es que se me presentó como un
recordatorio, pero no sé de qué, si de mi propia fragilidad, de mi deseo, de su
aproximación o simplemente una mera venganza, como creo que tienen los altares
mayores contra mi cámara (nótese que desplacé la responsabilidad en un objeto)
y de ser así, sigamos con la ironía, me dije.
Fueron muchos los pensamientos que se agolparon, pero
pretendiendo dejar de filosofar, solo pude decidir: Deje así y descanse en paz!
asumió la noción de que cada acto de la vida
de un individuo tiene connotaciones cósmicas. «¿Comerse un pan, jajám?», una
vez, siendo aún muy niño, osó preguntarle Elías, al oírlo hablar en sus clases
sobre aquel tema. «Sí, también comerse un pan… Solo piensa en la infinidad de
causas y consecuencias que hay antes y después de ese acto: para ti y para el
pan», había respondido el erudito. Pero además había adquirido del jajám la
amable convicción de que los días de la vida eran como un regalo extraordinario,
el cual precisaba disfrutarse gota a gota, pues la muerte de la sustancia
física, como solía afirmar desde su púlpito, sólo significa la extinción de las
expectativas que ya murieron en vida. «La muerte no equivale al fin», decía el
profesor. «Lo que conduce a la muerte es el agotamiento de nuestros anhelos y
desasosiegos. Y esa muerte sí resulta definitiva, pues quien muere así no puede
aspirar al retorno el día del Juicio… La vida posterior se construye en el
mundo de acá. Entre un estado y otro solo existe una conexión: la plenitud, la
conciencia y la dignidad con que hayamos vivido nuestras vidas, en apariencia
tan pequeñas, aunque en realidad tan trascendentes y únicas como…, como un
pan.»[2]
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