Otra pregunta impertinente, de las que torturan, de las que importunan.
Qué
pasaría si… me muero, por ejemplo. Su respuesta es clara, para un viejo como
yo. Pues nada, es la respuesta, así se quiera creer en otra más apropiada.
Qué
pasaría si me ganara la lotería. Con ella surgen mil respuestas, todas
altruistas, pensando en la familia venida a menos, por ejemplo; en la humanidad
necesitada de mi propia bondad, que haría planes anticipados pero que, de
seguro, al hacerse efectiva se olvidaría lo deseado, aún lo prometido de
antemano por uno mismo.
Qué
pasaría si… pregunta impertinente que nos podría dejar en evidencia y que en
todo caso no lleva a nada, a elucubraciones inútiles, innecesarias. Me pregunto
qué pasaría si me muero mañana. Pues nada, que dejo de escribir pendejadas,
nada más que eso pasaría.
Pocos seres humanos aguantan su propia mirada
porque se produce un fenómeno curioso frente al espejo: miras lo que ves, pero
si ahondas más allá de la superficie te asalta la incómoda sensación de que es
el reflejo el que te mira a ti con insolencia. Te pregunta quién eres. Como si
tú fueses el extraño, y no él.[1]
[1] La tristeza del Samurái. Víctor del
Árbol Romero.
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