“Las sociedades tienen realidades a
las que prefieren no mirar de frente. Esa puede ser la razón por la cual los marginados
terminan relegados a los extramuros y lejos de los centros de decisión. No los queremos
ver, como si al no hacerlo dejaran de existir. Por eso es un reto cuando los indigentes
se instalan a pocas cuadras del poder y la opulencia. Su sola existencia nos recuerda
que algo no funciona. (…) Pero ¿qué pasa si no comenten un delito, si
simplemente existen y se paran en la calle con sus ropas malolientes, su perro pulgoso
al lado y su pequeño universo a cuestas? ¿Tenemos derecho a decirles “aquí no pueden
estar” por ser pobres y excluidos? ¿Tenemos derecho a desplazarlos por miedo? (…)
Las personas no desaparecen si alguien destruye su casa; buscan otro lugar, otro
barrio, de pronto la calle donde vive usted.” Yolanda Ruiz. Un indigente nos mira (http://www.elespectador.com/opinion/un-indigente-nos-mira)
Un nuevo atentado (el del tren en Alemania
y a punta de cuchillo, luego del de Niza con un camión, pasando por los sofisticados
gringos y sus armas adquiridas en el agache). Parece que se trata de contagio. Gente
joven. No he visto que gente mayor de 35 años (por decir algo) sean los victimarios
actuales. Generalmente hombres. Estos hechos me llaman la atención.
Pienso que se trata de jóvenes sin futuro,
sin objetivos, invisibles, como los viejos, pero antes de tiempo. Oyen cuentos,
comen cuentos y propagan cuentos. Los mitos se propagan, se pegan al corazón, sin
razón, todo por omisión.
Omisión de cariño, de salud, de educación,
de justicia, de vida.
Cómo soñar, si los sueños mueren al abrir
la puerta, al ver el más allí lleno de sus propias falencias.
Cómo vivir, si la vida sólo le ha enseñado
esa, la de no vivir, la de sobrevivir.
Calles de miedo, de temores disfrazados de
valentía, para no sucumbir en ella. Temiendo a cada paso, mirando con desconfianza
y muchas veces, sin vergüenza, para ver qué pueden obtener sin demasiado esfuerzo.
Sin esperanza de mejor futuro, sin preparación
para ese futuro, sin posibilidad de superar el salario mínimo, si lo hicieran “a
lo bien”.
Joven amenazado, en su vida y en su hombría,
debe sobrevivir, así sea simulando vida y hombría, aunque en el fondo del alma todo
lo tema, todo lo sufra.
Saben que el camino de la legalidad no les
llevará a mejores cosas, a mejor futuro, a mejor satisfacción. Para ellos “eso no
paga”. Toca, porque no hay otra alternativa, el camino de la ilegalidad, del matoneo,
del raponeo, del sicariato, de la sobrevivencia, de ellos.
Si quieren algo, saben que no lo obtendrán
fácilmente, hay que sudarlo, hay que robarlo, así se hace fortuna prontamente, ya
que no puede ser gerente para hacerlo más prontamente y de manera más pomposa exhibiendo.
Saben de antemano que no llegarán a viejos,
para qué hacerlo si los viejos mueren de desolación, mirando el pasado que les tocó
vivir, soñando con el futuro que nunca les tocó. Esos viejos son sus padres, su
parentela, sus vecinos de lucha y verlos allí con las arrugas del alma, viendo que
por más que lucharon, nunca lo lograron y los más, desfallecidos quedaron en el
camino.
Sin seguridad, porque ni ellos están seguros.
Ya nadie está seguro, ya nadie puede estar seguro porque ni a un seguro pueden acceder.
Fueron desplazados o nacieron del desplazamiento,
sus abuelos no pudieron superarlo, sus padres, a duras penas, ellos, quién sabe,
quién sabe.
Los congéneres que pudieron estudiar pasaron
a otra esclavitud. Verles con largas caminatas de cansancio, tratando de superarse,
porque superándose lograrán ser alguien, es la promesa. Pero luego, con título y
todo, viéndoles correr y recorrer por un salario mínimo, por eso siguen allí. Por
eso no los envidian, están atados a la esclavitud del trabajo; dos o tres horas
de ida y otras tantas de venida, para correr a donde el patrón, que no le pagará
lo que cree merecer. Sólo cansancio queda.
Cansancio de vida.
Y así día tras día. Ambos con la ilusión de
un mejor mundo, al menos de un mejor país, aunque sea un mejor barrio, pero ese
al menos, cada día más lejano.
Por eso no se hacen ilusiones, porque saben
que podrán tener mucho, pero será por muy poco tiempo, en esa vida no se vive por
mucho.
Mientras, yo, desde lo lejos, les observo.
Condoliéndome, algunas veces, otras mirando hacia la invisibilidad, para no arriesgarme,
otras con fastidio, porque sus aromas y pintas no se ajustan a mis estereotipos.
Mirándolos como menos, porque a nuestros ojos lo son, mirándolos otras veces con
miedo, porque son los más, tratando de pasar desapercibido para que no me envidien
y me ataquen, en todo aquello que considero de mi propiedad, aún en ese mi propio
miedo.
Evitar sus ojos para que no relean nuestro
miedo, aunque saben que si les miramos directamente, mayor será su temor y en esto
ganaremos, porque podemos ver que el miedo de ellos puede ser mayor que el nuestro,
pero sin aventurarnos, porque su riesgo es mayor que el nuestro y ellos no tienen
nada qué perder, porque nada tienen. Nosotros tenemos todo qué perder, porque creemos
que tenemos todo, al menos más que ellos y así nuestro mayor enemigo es nuestro
mayor miedo, no son ellos, somos nosotros mismos y nuestras pertenencias, el miedo
al despojo.
Como toda mi vida, prefiero verlo desde lo
lejos, desde mi vida cómoda. Pero aún así, me pregunto por ellos, con qué sueños
viven?
“Pero ¿qué pasa si no comenten un delito, si simplemente
existen y se paran en la calle con sus ropas malolientes, su perro pulgoso al lado
y su pequeño universo a cuestas? ¿Tenemos derecho a decirles “aquí no pueden estar”
por ser pobres y excluidos? ¿Tenemos derecho a desplazarlos por miedo?” Yolanda
Ruiz.