Me he venido envenenando desde ya hace rato y creo que mi cuerpo
ya se está resintiendo. Lo mejor de todo es que lo estoy haciendo
conscientemente, no sé si se trata de un suicidio pasivo, de aquél al que acude
quien no es capaz de pegarse directamente el balazo, sino que prefiere que sea
otro el que lo haga, para liberarse de culpa, para poder llegar a los cielos
sin que medie juicio, porque la culpa habrá de ser de otro, esa será la excusa
que se puede presentar y, de ese modo, el reino de los cielos es de uno.
Me enveneno cada día al salir de casa y respirarme todo el humo
del carro, bus o buseta que expele todo ese veneno de una bocanada y del cual
su dueño no se ha dado cuenta, porque prefiere ignorarlo, porque en una
palabra, le importa un carajo, como no es
él –aunque no se ha dado cuenta que también es él el afectado directo, pero
ha perdido la vergüenza-.
Me enveneno cada día al abrir un periódico –porque afortunadamente
no oigo noticias ni veo noticieros de televisión, pues de ser así la dosis
sería más letal-, pero aún así me enveneno. Me enveneno al leer solo noticias
funestas, malas, desagradables, que son las que venden, las que vemos por el nosequé
deseo oculto de poder denigrar del prójimo o del sentirnos mejores, como si
pudiéramos.
Me enveneno al pasar por las calles con el creciente olor de
mariguana tan común ahora, fumada sin vergüenza, sin temor, sin culpa y hasta
con aspaviento.
Me enveneno al ver trancones, al ver cómo la gente, con tal de
salir de primero hace cuanta imprudencia puede, irrespeta las normas, maltrata
al que se le atraviese y, entre ellos, sin dar ejemplo, se agarran con
agresividad con tal de ser el primero.
Me enveneno al verme insultado, vilipendiado, destruido sin razón,
sin motivo y sin saberlo.
Me enveneno al ver que la gente no respeta, que hace lo que se le
da la gana, importándole un comino el próximo, el prójimo.
Me enveneno cuando oigo barbaridades que riñen con el sentido
común, al menos con el mío, con lo que considero que lo es.
Me enveneno con la irresponsabilidad de los demás y con las
excusas que cínicamente pretenden liberarlos.
Me envenena la política, la corrupción en todos los sectores, la
hipocresía de todos ellos, que pretenden ser mejores sin serlo.
Me envenenan las artimañas y subterfugios que usan los
gobernantes, como si fuéramos estúpidos, aunque lo somos al no hacer nada.
Me enveneno cuando piensan que soy estúpido, tarúpido.
Me enveneno cuando oigo afirmaciones, preguntas o respuestas que
riñen contra toda lógica.
Me enveneno cuando oigo el ve,
mijito, no seas pendejo pues, el mundo es de los vivos.
Y la cuestión es que sé que me estoy envenenando y que no tengo
cura, porque el veneno me rodea y por más que intento cualquier suero, al
minuto se vuelve inoperante, porque todo muta, todo cambia y cuando cambio para
evadir el veneno, un nuevo picor me aleja del bienestar y me genera un nuevo
escozor.
Me he venido envenenando desde ya hace rato y creo que ya no me
importa, ya soy caso perdido, estoy acostumbrado y solo espero morir para
liberarme de tanto veneno, debe ser la única forma de liberación y no sé por
qué tanta expiación.
La costumbre es la
más infame de las enfermedades porque te hace aceptar cualquier desgracia,
cualquier dolor, cualquier muerte. Por costumbre se vive junto a personas
odiosas, se aprende a llevar cadenas, a padecer injusticias y a sufrir, se
resigna uno al dolor, a la soledad, a todo. La costumbre es el más despiadado
de los venenos porque penetra en nosotros lenta y silenciosamente, y crece poco
a poco nutriéndose de nuestra inconsciencia. Cuando descubrimos que la tenemos
encima, cada una de nuestras fibras está adaptada, cada gesto se ha
condicionado, y ya no existe medicina que pueda curarnos.[1]
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