No
se me había dado bien el día. Supongo que no hay a quien pedir
responsabilidades, pero me gustaría mucho que alguien me dijera por qué negras
suertes vienen a veces las cosas tan secas, tan enemigas, tan armadas de
navajas, y por qué siguen así hasta la noche, pena de prisión perpetua. Nos
metemos en la noche como quien se envuelve en un capullo de seda, y empezamos a
alzar las murallas que el día derribó, dejándonos frágiles, quebradizos, más
afligidos que una tortuga panza al aire.[1]
Ya uno desatado de ataduras
laborales, en donde el mañana puede ser igual al hoy, sin importar la
diferencia, donde libre de cargas y de culpas se hace lo que aparentemente se
quiere o se puede hacer, sin atosigamientos, sin trancones, libre de culpa y de
pecado –como la pereza, la envidia, por citar algunos- se logra un cierto grado
de placidez que vista desde la distancia, sería el perfecto estado del ser
humano, no cuando ya está próximo a morir sino de siempre, ese sería el mejor
anhelo.
Pero, en mi caso
demostrado, -sin requerir de doctorados ni de profundos estudios de
universidades extranjeras (dicho que demuestra mi mala leche)- y a pesar de tal
mala leche, no hay cosa más deliciosa que salir, con un buen clima (de calor,
de lluvia o estable, según se pueda querer) y caminar, caminar con la
tranquilidad que le puede dar el alma, alejarse del ruido y de la malquerencia,
caminar con la placidez de la edad madura, ya que en las otras no se pudo
disfrutar y dedicarse a saborear el paseo con la mirada en el cielo, en las
flores, en el prójimo que pasa y al que hay que aprovechar para saludar, para
compartir esa placidez.
Entre paréntesis,
naturalmente es requisito indispensable dejar el celular y todo medio de
comunicación en casa, para no distraerse, para al menos dejar de sentir en ese
momento que la esclavitud de la tecnología no lo domina a uno, al menos por
unos minutos de sincera placidez. Porque salir con celular a caminar con la
mirada baja, mirando el celular, verificando quién llama, quién llamó, quién
está por llamar, quién dijo barbaridades en el chat impiden la placidez de la
vida, mirada desde la óptica de un personaje que ya nada tiene que perder en
este mundo y de pronto, si lo sabe hacer, puede ganar mucho, para entenderse,
para pretender entender el mundo, para adquirir la conciencia de que el tiempo
pasa y ya no es posible retrasarlo.
Pero la placidez imposible
de que sea eterna. Algo ha de alterarla, como si el universo hubiera dispuesto
que nadie puede ser feliz por mucho tiempo.
Cosas que uno habría hecho sin que representaran la
menor dificultad, pero en estos tiempos la locura parece ser la norma. Las
cosas más simples ahora resultan complicadísimas. El clima es impredecible, en
las calles roban, el tráfico es un infierno y ya no hay casi nada que no se
pueda hacer sin tener que salir. Y así se nos empieza a ir la vida.
Compitiendo en redes a ver cuál es más compasivo, más digno, más ingenioso. En
medio de esa histeria de información en ráfagas, intermitente, etérea, sin
continuidad, olvidamos en minutos. Ya no hay memoria colectiva ni mirada
crítica.[2]
Y abriendo las páginas de las noticias, pecado en que he de recaer
constantemente, en vez de alejarme de toda señal que intranquilice el alma,
hacen que la relativa tranquilidad espiritual se vea afectada y contaminada por
ese medio ambiente, ese ambiente enrarecido de la vecindad, de la envidia, en
donde pulula la incomprensión, que hace que uno, siendo invisible, siendo un
hombre común, despierte con su mala leche.
En aquellas épocas que llamamos normales sin
saber muy bien a qué nos referimos, el hombre común se muestra más o menos
tranquilo y se contenta con ejercer sus prejuicios en privado. Pero, sin previo
aviso, puede saltar de la pasividad al frenetismo, de la indolencia al deseo de
aplastar al diferente, de la insignificancia al peligro. Lo que desata la ira
del hombre común es alguna frustración constante, el desprecio reiterado de
alguna élite, una acumulación de detalles aparentemente insignificantes, eso
siempre y cuando surja un caudillo que canalice su ira, un ídolo sobre el cual
el hombre común pueda volcar sus pasiones, un hombre poco común al que el
hombre común pueda entregarse. (…) De nada sirve vociferar contra el hombre
común. La gente común es la mayoría de la humanidad. Uno, ufano o no, a veces
también puede ser de lo más común. [3]
Y entonces
surgen temas que igualmente intranquilizan, así no se quiera, temas recurrentes
hasta que el olvido los silencia, esperando nuevamente salir, luego de un
aletargamiento cíclico, como indicaba un articulista en algún lado que no
recuerdo en este momento. Nacen los discursos, sociales, políticos, económicos,
todos ellos entreverados, ensortijados, clamando independencia, pero siendo los
mismos con las mismas, todo lo cual conturba, perturba e impide que la placidez
sea eterna. Envidia del universo o castigo divino, ni la placidez ni la
felicidad, que puede ser lo mismo, siendo lo mismo, son eternas, para desgracia
del ser humano. Y uno se involucra con esos discursos, les oye, trata de
apartarse, pero no, imposible, no hay salida, uno termina, de cualquier manera
involucrado y, si no se tiene cuidado, no solo salpicado sino gritando con
fanatismo, como todos aquellos que defendiendo su condición solo logran
imponerse a través del fanatismo y la gritería. Lástima.
Hoy, la
corrupción y eso lleva a que
Los discursos parten de una
supuesta superioridad moral en donde se sugiere que quienes lanzan las
acusaciones nada tienen que ver con esa “corrupción”. Al mismo tiempo, van
creando un enemigo común abstracto: “la corrupción”, un enemigo vacío y que no
los toca. Cada quien lo ha usado según sus intereses.[4]
Somos y no somos, lo somos cuando nos
conviene, no lo somos cuando conviene, dicotomías del alma! Y es así como ese
medio que de cualquier manera compartimos, envenena, dispersa, desaloja,
destierra esa felicidad que plácidamente estaba entrando a nuestras vidas, como
una forma de acercarnos a la eternidad, precisamente para alejarnos de ella,
para recordarnos que somos hombres, simplemente hombres comunes, que no tenemos
derecho al disfrute de la eternidad.
Me consuela pensar que para ser comprendido
a veces hay
que morir [5].
Foto: JHB (D.R.A.)
[1] Saramago. Los personajes errados.
[2] Melba Escobar. Mala nutrición. http://www.elespectador.com/opinion/opinion/mala-nutricion-columna-678930
[4] Catalina Uribe. Y ahora todos supuestamente
contra la corrupción. http://www.elespectador.com/opinion/opinion/y-ahora-todos-supuestamente-contra-la-corrupcion-columna-678929
[5] Oriana Fallaci. Un
Hombre.
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