lunes, 20 de febrero de 2017

PLACIDEZ



No se me había dado bien el día. Supongo que no hay a quien pedir responsabilidades, pero me gustaría mucho que alguien me dijera por qué negras suertes vienen a veces las cosas tan secas, tan enemigas, tan armadas de navajas, y por qué siguen así hasta la noche, pena de prisión perpetua. Nos metemos en la noche como quien se envuelve en un capullo de seda, y empezamos a alzar las murallas que el día derribó, dejándonos frágiles, quebradizos, más afligidos que una tortuga panza al aire.[1]

Ya uno desatado de ataduras laborales, en donde el mañana puede ser igual al hoy, sin importar la diferencia, donde libre de cargas y de culpas se hace lo que aparentemente se quiere o se puede hacer, sin atosigamientos, sin trancones, libre de culpa y de pecado –como la pereza, la envidia, por citar algunos- se logra un cierto grado de placidez que vista desde la distancia, sería el perfecto estado del ser humano, no cuando ya está próximo a morir sino de siempre, ese sería el mejor anhelo.

Pero, en mi caso demostrado, -sin requerir de doctorados ni de profundos estudios de universidades extranjeras (dicho que demuestra mi mala leche)- y a pesar de tal mala leche, no hay cosa más deliciosa que salir, con un buen clima (de calor, de lluvia o estable, según se pueda querer) y caminar, caminar con la tranquilidad que le puede dar el alma, alejarse del ruido y de la malquerencia, caminar con la placidez de la edad madura, ya que en las otras no se pudo disfrutar y dedicarse a saborear el paseo con la mirada en el cielo, en las flores, en el prójimo que pasa y al que hay que aprovechar para saludar, para compartir esa placidez.

Entre paréntesis, naturalmente es requisito indispensable dejar el celular y todo medio de comunicación en casa, para no distraerse, para al menos dejar de sentir en ese momento que la esclavitud de la tecnología no lo domina a uno, al menos por unos minutos de sincera placidez. Porque salir con celular a caminar con la mirada baja, mirando el celular, verificando quién llama, quién llamó, quién está por llamar, quién dijo barbaridades en el chat impiden la placidez de la vida, mirada desde la óptica de un personaje que ya nada tiene que perder en este mundo y de pronto, si lo sabe hacer, puede ganar mucho, para entenderse, para pretender entender el mundo, para adquirir la conciencia de que el tiempo pasa y ya no es posible retrasarlo.

Pero la placidez imposible de que sea eterna. Algo ha de alterarla, como si el universo hubiera dispuesto que nadie puede ser feliz por mucho tiempo.

Cosas que uno habría hecho sin que representaran la menor dificultad, pero en estos tiempos la locura parece ser la norma. Las cosas más simples ahora resultan complicadísimas. El clima es impredecible, en las calles roban, el tráfico es un infierno y ya no hay casi nada que no se pueda hacer sin tener que salir. Y así se nos empieza a ir la vida. Compitiendo en redes a ver cuál es más compasivo, más digno, más ingenioso. En medio de esa histeria de información en ráfagas, intermitente, etérea, sin continuidad, olvidamos en minutos. Ya no hay memoria colectiva ni mirada crítica.[2]

Y abriendo las páginas de las noticias, pecado en que he de recaer constantemente, en vez de alejarme de toda señal que intranquilice el alma, hacen que la relativa tranquilidad espiritual se vea afectada y contaminada por ese medio ambiente, ese ambiente enrarecido de la vecindad, de la envidia, en donde pulula la incomprensión, que hace que uno, siendo invisible, siendo un hombre común, despierte con su mala leche.

En aquellas épocas que llamamos normales sin saber muy bien a qué nos referimos, el hombre común se muestra más o menos tranquilo y se contenta con ejercer sus prejuicios en privado. Pero, sin previo aviso, puede saltar de la pasividad al frenetismo, de la indolencia al deseo de aplastar al diferente, de la insignificancia al peligro. Lo que desata la ira del hombre común es alguna frustración constante, el desprecio reiterado de alguna élite, una acumulación de detalles aparentemente insignificantes, eso siempre y cuando surja un caudillo que canalice su ira, un ídolo sobre el cual el hombre común pueda volcar sus pasiones, un hombre poco común al que el hombre común pueda entregarse. (…) De nada sirve vociferar contra el hombre común. La gente común es la mayoría de la humanidad. Uno, ufano o no, a veces también puede ser de lo más común. [3]

            Y entonces surgen temas que igualmente intranquilizan, así no se quiera, temas recurrentes hasta que el olvido los silencia, esperando nuevamente salir, luego de un aletargamiento cíclico, como indicaba un articulista en algún lado que no recuerdo en este momento. Nacen los discursos, sociales, políticos, económicos, todos ellos entreverados, ensortijados, clamando independencia, pero siendo los mismos con las mismas, todo lo cual conturba, perturba e impide que la placidez sea eterna. Envidia del universo o castigo divino, ni la placidez ni la felicidad, que puede ser lo mismo, siendo lo mismo, son eternas, para desgracia del ser humano. Y uno se involucra con esos discursos, les oye, trata de apartarse, pero no, imposible, no hay salida, uno termina, de cualquier manera involucrado y, si no se tiene cuidado, no solo salpicado sino gritando con fanatismo, como todos aquellos que defendiendo su condición solo logran imponerse a través del fanatismo y la gritería. Lástima.

            Hoy, la corrupción y eso lleva a que

Los discursos parten de una supuesta superioridad moral en donde se sugiere que quienes lanzan las acusaciones nada tienen que ver con esa “corrupción”. Al mismo tiempo, van creando un enemigo común abstracto: “la corrupción”, un enemigo vacío y que no los toca. Cada quien lo ha usado según sus intereses.[4]

Somos y no somos, lo somos cuando nos conviene, no lo somos cuando conviene, dicotomías del alma! Y es así como ese medio que de cualquier manera compartimos, envenena, dispersa, desaloja, destierra esa felicidad que plácidamente estaba entrando a nuestras vidas, como una forma de acercarnos a la eternidad, precisamente para alejarnos de ella, para recordarnos que somos hombres, simplemente hombres comunes, que no tenemos derecho al disfrute de la eternidad.

Me consuela pensar que para ser comprendido
a veces hay que morir [5].

Foto: JHB (D.R.A.)





[1] Saramago. Los personajes errados.
[5] Oriana Fallaci. Un Hombre.

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