lunes, 6 de febrero de 2017

UNA HISTORIA QUE ME PARTIÓ EL ALMA


Según mi experiencia, Señor Orador, uno nunca puede saber cuándo un vecino será un tesoro o una desgracia hasta que éste se ha mudado para quedarse, y para entonces será muy tarde para arrepentirse. Lo podría comparar con un matrimonio impetuoso, uno sólo puede tener la esperanza de que será un buen matrimonio. [1]

Hay historias que parten el alma y la que voy a contar, partió la mía. La partió de una manera que me convenció que la raza humana no debe tener futuro, así digan que aún existe gente buena, pero la mala es mucho mayor y estoy dentro de los últimos, por mi indiferencia, debida a mi pérdida de fe en la humanidad, porque eso es lo que ya no tenemos.

No lloré porque no tengo lágrimas, no sé si en vidas pasadas fui la Magdalena o Pilar, la protagonista de Coelho: A orillas del Río Piedra me senté y lloré. Me quedé sin lágrimas pero aún me parten el alma un montón de cosas, que llevo en silencio ante la imposibilidad de sentarme a llorar como Dios manda.

Mi duelo lo haré con este escrito, es la única forma como el dolor sentido traducirán las lágrimas no derramadas.

Las cosas suceden cuando deben suceder, ni antes ni después y lo que es, es; lo que fue, fue y lo que será, será. No hay vuelta de hoja. La cuestión es que no sé cómo comenzar. Aunque sí había comenzado días antes, tratando de armar la historia de dos amigos en el infortunio que contenía también una historia que partía el alma, pero cuyo escenario estaba rodeado de infortunio, nada más, pero que dolía aunque sin partir el alma, porque a pesar de las vicisitudes los unía la belleza de la amistad en el mismo infortunio, pareciera que eran felices en medio de lo que yo, consideraba desgracia.

La historia comenzaba con un cachorro cuya madre se desconocía y cuyo padre, así lo rechazara, era visiblemente semejante, como ocurre con los hijos naturales cuando se rechazan, son idénticos al taita, es el decir; en este caso, igualitico a Max. Éste, tenía casi toda la genética del rodguailer (rottweiler para los puristas). El clásico peso pesado, negro con ese caramelo compartido, las notorias manchas a manera de cejas y en el pecho y las patas igualmente la mancha caramelo. El perro que infunde temor, cuando no miedo.

Max, un adulto todo fortachón, que todo el día vivía amarrado como cuidandero de finca que asusta; por eso, tal vez era egoísta porque una vez suelto sólo quería que le consintieran a él, primero él y los demás, que se frieguen. A pesar de su aspecto temible, sólo quería cariño, bastaba una caricia, tal vez porque veía que la gente que se acercaba lo primero que hacía era rechazarlo, por el mismo temor que infundía su presencia.

El hijo, el cachorro que conocí, se llamó Chapulín, con el artículo el, conocido y concreto (o determinado y definido, para los puristas), es decir, El Chapulín. Lo que son las cosas de curiosas, el nombre le caía ni mandado a hacer. Inquieto, saltón, lloriquetas, batiendo la cola a todas horas, tragón porque se comía todo lo que caía en sus garras y por comer afanado, siempre terminaba primero y si lo dejaban, iba y asaltaba el plato ajeno. Era El Chapulín que con el tiempo terminamos llamando El Chapo, porque además tenía la virtud de escapárseles a los dueños siempre que lo amarraban. Ya aprendía a reconocerse por ese nombre, el que le decíamos para llamar su atención.

Le conocí con lo que calculamos que tendría unos dos meses. Inicialmente rechazado por casi todos, no por ser rodguailer sino por lo cansón, lloretas y su mal olor. Para arreglar lo último, a pesar de las indicaciones que el mito urbano determina: a los perros no se les puede bañar antes de los tres meses (no sé quién lo dijo, ni quién inventó el mito, porque les da yonoséquécosas, pero en mi caso el mito resultó precisamente eso, un mito), y decidí, sin previa venia de nadie ni del paciente, subirlo a la alberca de la finca en donde estaba y bañarlo como se bañan los perros sucios, con balde, agua y jabón. El agua, helada, como es el agua de las tierras frías tirando a paramunas y en las primeras horas de la mañana, podrán imaginarse. Una vez bañado, afortunadamente hizo un buen sol y se tendió en el pasto a echarse su sueño y de paso secarse del inesperado baño. A pesar de todo, luego del baño seguía siendo rechazado por llorón e inquieto. Por el contrario, entre nosotros existió la química indispensable para que fuera yo el que no le rechazaba, el que lo consentía, a pesar de todo. La química nos unió o al menos eso pensé yo.

Estábamos cuidando dos perras en vías de recuperación por una esterilización que se les hizo a madre e hija (también ajenas, una obra de caridad nacida de unas personas caritativas, pero como en toda buena obra, no muy bien mirada por el dueño quien temía que le pidieran parte de la operación), razón por la cual ellas quedaron autorizadas para pernoctar dentro de la casa. Para la gente de campo, como ocurría antaño con quienes tuvimos perros en la casa, el perro era perro, comía de las sobras que quedaban, no existía oportunidad de conocer veterinario y se les vacunaba cuando había jornadas de la Secretaría de Salud, nada más, eso eran los perros y se tenían para que cuidaran la casa y punto.

El Chapulín era perro de campo y debía ser tratado como tal y además tenía su casa, bastaba con alimentarlo y despacharlo al anochecer, como se hacía con el resto de perros invitados. Pero no, no quiso irse, de donde se vio que también era terco. Con el tiempo nos dimos cuenta que además del papá, también era rechazado por los dueños, unos campesinos de la zona, lo tenían como por no dejar, pero sin ningún interés, pareciera que ni siquiera se preocupaban por su alimentación y con eso digo todo.

En las noches nada más lo sacábamos de casa empezaba el calvario: lloriqueo, raspar de puerta con las patas, gemidos lastimeros hasta que el sueño le vencía. Un día, en la noche cayó un aguacero torrencial, con truenos y relámpagos, acompañados de los gritos desoladores de ese cachorro hasta que llegó el momento en que mi alma no lo soportó, imaginándolo en medio de la torrencial lluvia, llorando de desolación, suplicando un poco de calor y porque sinceramente quería dormir sin oír el gemir ni el raspar la puerta, tan solo arrullado por la lluvia de campo, por eso decidí dejarlo entrar. El animal agradecido comenzó a mover su cola mientras lo secaba y luego escogió su rincón en dónde dormir y pasar la noche con tranquilidad. Las noches sucesivas ya tenía su lugar, a pesar de la pantomima que hacíamos para que luego del atardecer se fuera a su hogar, si es que lo tenía, pero él, siempre fiel o terco, estaba firme como un icaco, buscando su rincón de pernoctar dentro de la casa. Nos hicimos a la idea (o logré que se hicieran todos a la idea de un nuevo inquilino). Y él firme en  todas nuestras caminatas, no importaba el tiempo que duraran, siempre allí pero no dejaba de quejarse con sus lloriqueos de vez en cuando, cuando parábamos a ver un paisaje o para que pasara un carro por la estrecha carretera. También firme a la hora del desayuno, del almuerzo y de la comida, como el resto de manada que alimentamos en esas oportunidades.

La costumbre de alimentar a cuanto perro llega a la casa cuando estamos en la finca alquilada, nació precisamente de otro perro, Milan y este no es cualquier perro, es el perro de la familia, adoptado y que a pesar de su gatuna indiferencia, nos ganó a todos el corazón y no me creerán pero se cree de mejor familia y del estrato más alto que pueda haber, con decir que se cree dueño de la hacienda que abarca todo el terreno hacia todos los costados a su alrededor (sin admitir que la casa alquilada no supera los diez por cinco metros; él no tienen noción de dimensiones). Y tampoco me lo creerán, pero así es, Milan (con tilde o sin tilde, pues unos lo ven como el campeón otros lo vemos como la ciudad que le da origen) desde que era cachorro (hoy ya tiene dos años el señor, así como digo) llegaba a la finca y salía correteando por todos lados y casas aledañas, llamando a todos los perros para que, por un lado supieran que había llegado él y por otro para que fueran a su casa y cuando todos o casi todos llegaban a visitarlo, él campantemente se iba y los dejaba envainados con nosotros. Conclusión, darles de comer a los invitados, porque no es de cristianos no dar un bocado a quien es invitado. Siempre he dicho que Milan es de aquellos que invitan a la piñata, mira los regalos (aún con desprecio, si se me permite la afirmación) y simplemente se va, dejando a los invitados mirando para el techo. Nos hace pasar unas penas ajenas…

Por eso conocemos a Regalo (o Cacerola como parece ser su nombre original), Toscana (aunque es realmente Suescana) y Fiona, su hija; a Max y su hijo despreciado, el Chapo; y otros cuyos nombres no recuerdo como el dóverman que cuida a los vecinos (igualmente una mansa paloma a pesar de su linaje), al negro viejito, a los otros dos negros, al amarillito ese que fue expulsado porque nada más entra a la casa orinada fija, además de que parece que nunca se ha bañado y algunos más.

Meses después retornamos a ese descanso medio paramuno y con ansias buscaba al Chapo, quien no apareció en toda la mañana, lo que me daba a pensar en su desaparición, ausencia de perro. Nos saludamos con todos, pero el Chapo no apareció, hasta que hacia la hora del almuerzo hizo su aparición con otro compañero, que parecía igualmente cachorro, uno nuevo, que nos dijeron que precisamente el día anterior había aparecido de la nada, un criollo con correa pero sin ninguna otra identificación, de donde hicimos cábalas de que se había perdido, se había volado o, lo peor, lo habían abandonado. Allí estaba, todo alegre al lado del Chapo y parecía que había sido bien recibido por los demás. Meneaba su cola porque sí y porque no, parecía ventilador y parecía muy feliz por su entorno. Más cuando fue acariciado por todos como un nuevo perro de la manada, no era líder, no tenía con quien disputar posiciones, por lo que tanto Max como Toscana lo recibieron y aceptaron bien, su prestigio no corría peligro con el nuevo, llamárase como se llamara, porque entre perros no importa el nombre sino el olor.

Ese nuevo perro debería tener para nosotros un nombre, suponiendo que ya hubiera tenido nombre, por desconocerlo, correspondía ponerle uno para efectos de poderlo identificar entre todos los demás, para que no se sintiera anónimo, supongo. Cosas de humanos y de nuestra proclividad a estar definiéndolo todo, nombrándolo todo, a nuestro acomodo, a nuestro interés.

Porque batía tanto la cola, a Mónica se le ocurrió que era una baticola, lo que sugirió que por ser macho sería Batman, pero terminó, según consenso como Bruno, por Bruno Díaz. Por estas asociaciones y por haber tenido un nombre previo, como suponíamos pero desconocíamos, me pareció acertado, porque Batman ocultaba un nombre, desconocido para el resto de mundo. Asociación de palabras disociación de ideas y de personalidades.

Y se hizo el trío dinámico de cachorros, porque entre Fiona, el Chapo y Bruno era el trío perfecto para estar de correrías, peleando a su manera, jugando, mordiéndose, retozando entre ellos, parecía un grupo de cachorros envidiable. Aunque el duo dinámico era entre Bruno y el Chapo, los sin hogar, los no invitados, los rechazados pero siempre agradecidos, según traducía el movimiento de colas. También fueron un buen grupo de compañía en nuestras caminatas, siempre a nuestro lado, en los momentos de lectura a nuestros pies, cuando no estaban retozando cerca, o de compañía mientras admiraba el paisaje o que simplemente dejaba que mis pensamientos viajaran con el horizonte, con las nubes, con el viento de montaña.

En este viaje, ya sin Milan a bordo, no hubo pernoctada interna de perros, ya no había razón y debíamos recordar que era perros, perros de campo que debían mantener esa condición porque nuestra estadía sería corta, de unos días y no era conveniente darles unas comodidades que al poco rato perderían por no se sabe cuánto tiempo más. Haciendo símiles, el Chapulín había disfrutado de calor de hogar la ocasión pasada, como lo habría tenido un niño abandonado que es invitado a conocer otros lugares, con estadía de hotel cinco estrellas y acabado el plan, volver a su rutina de abandono. Por eso creíamos mejor que no durmieran dentro de la casa, no creía que fuera justo hacerlo nuevamente.

Curiosamente ni en la primera noche ni las siguientes hubo escándalo por habérseles impedido que durmieran dentro de la casa, no hubo chillidos ni raspar de puertas, tal vez lo intentaron, pero pasaron desapercibidos. A la mañana siguiente, desde la ventana vi  al Chapo y a Bruno durmiendo en el pastizal, uno al lado del otro, dándose calor como acostumbran a hacerlo las personas abandonadas y desechables, si se me permite el término, en esa asociación tácita de interés común, totalmente desinteresada de solidaridad y cariño mutuo. Mientras les miraba dormir un gallo anunció el levante y vi cómo se iban desperezándose, cómo se olían mutuamente, cómo se acariciaban, de una manera natural, como sólo pueden hacerlo los desamparados, cuando unen sus corazones desinteresadamente en medio de su desgracia, de sus tribulaciones.

En la distancia sonreí al verles, el corazón se encogió al saberles unidos, compartiendo una vida, que para ellos sería de perros, de perros de campo, sin ninguna otra aspiración. Me alegró verles en una comunión de mutuo apoyo, me tranquilizó que no pudiendo hacer yo nada por ellos, ellos se apoyarían incondicionalmente, por toda la eternidad.

Ya el día del regreso se presentó una situación en que la manada pasó a ser una jauría contra una oveja, que no quiero recordar, por ahora y a la que debí enfrentar solo.

El dueño de Max y supuesto del Chapulín salió airado, los hizo recoger para amarrarlos, previo desahogo de ira mal tratada –si se me pregunta es un sociópata, pero mi diagnóstico no es profesional-. Una escena que deseo olvidar, dejarla hundirse en las profundidades de mi propia caja de Pandora, porque me dio una razón más para seguir pensando que la humanidad da asco (algún día aclararé este punto, pero no ahora).

Al rato oí que seguía vociferando porque me había encerrado, no estaba yo interesado en hacer parte de esa energía pesada que de él emergía. Entonces miré por la ventana y en la distancia vi al Chapulín amarrado, pensé que era un correctivo que el campesino hacía con sus animales, una soga al cuello, medio colgante. Y pensé, pobre Chapo, inocente que pagó por estar en el sitio equivocado, en el momento equivocado, hasta que lo libere.

Pero algo no funcionaba bien en mi mente, era como si hubiera visto lo que yo quería ver mas no lo que pasaba en la realidad. Tal vez un engaño de mi mente, como freno para no enfrentar una cruda realidad. Varias veces volví a mirar al Chapulín hasta que me tocó aceptar la realidad que mi mente se negaba a reconocer.

Estaba colgado como un cuatrero, simplemente colgaba de la soga, no se veía ningún movimiento, ningún aspaviento. Simplemente yacía con la soga rodeando su cuello, ya sin resuello, sin vida, se había ido, de una manera miserable. Quedé mudo, no había palabras, no tenía lágrimas, solo sentí un dolor muy profundo, solo pude elevar una oración al Dios de los perros, si es que también existe; tristeza por el pobre Chapo; desasosiego por la miseria de la humanidad; no había derecho, simplemente no había derecho.

Se fue en silencio, tal como había aparecido en mi vida, ningún otro perro al parecer supo de su retiro, porque no hubo aullidos de conmiseración, ni fue acompañado en su Gólgota, como suele suceder en las partidas entre congéneres. Esta vez no hubo nada y nadie se dio cuenta tampoco, solo yo. Rogué a los cielos para que el espectáculo fuera retirado, antes que nadie más se diera cuenta. Al rato, fue descolgado, vi como transportaban su pequeño cuerpo inerte hacia la montaña, me imagino que también fue tirado por allí, que ni siquiera tuvo derecho a una sepultura, literalmente fue tratado como un perro, según nuestra versión de vida.

No se lo merecía.

En la tarde, ya para retornar a la ciudad vinieron todos los perros a la despedida, entre ellos Bruno. Nadie notó la ausencia del Chapo, solo yo, que sí sabía en dónde estaba, miraba a los cielos y esperaba verle, ansiaba despedirme de él viendo a través de las nubes.

Y Bruno, quedaba tan solo como yo. Fue muy triste despedirme también de él, no se había dado cuenta que había quedado íngrimo, que ya no tendría al Chapo para cobijarse con su cuerpo en las noches frías, ni como compañero de juegos, mientras crecían. Solo cuando estuviera solo notaría la soledad y la ausencia de compañero de infortunio y ver a Bruno así, sin que él lo supiera, me hizo doler más el alma, porque el corazón ya el Chapo me lo había dejado partio, sin su querer.

Solo pude atinar a decirle: Hermano, a partir de hoy está solo, el Chapulín ya partió y nadie le lloró! A usté… tampoco!   


Foto: JHB (D.R.A.)


[1] Gary Jennings. Azteca.

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