Según mi experiencia, Señor Orador, uno
nunca puede saber cuándo un vecino será un tesoro o una desgracia hasta que
éste se ha mudado para quedarse, y para entonces será muy tarde para
arrepentirse. Lo podría comparar con un matrimonio impetuoso, uno sólo puede
tener la esperanza de que será un buen matrimonio. [1]
Hay historias que parten el alma y la que voy a
contar, partió la mía. La partió de una manera que me convenció que la raza
humana no debe tener futuro, así digan que aún existe gente buena, pero la mala
es mucho mayor y estoy dentro de los últimos, por mi indiferencia, debida a mi
pérdida de fe en la humanidad, porque eso es lo que ya no tenemos.
No lloré porque no tengo lágrimas, no sé si en vidas
pasadas fui la Magdalena o Pilar, la protagonista de Coelho: A orillas del Río
Piedra me senté y lloré. Me quedé sin lágrimas pero aún me parten el alma un
montón de cosas, que llevo en silencio ante la imposibilidad de sentarme a
llorar como Dios manda.
Mi duelo lo haré con este escrito, es la única forma
como el dolor sentido traducirán las lágrimas no derramadas.
Las cosas suceden cuando deben suceder, ni antes ni
después y lo que es, es; lo que fue, fue y lo que será, será. No hay vuelta de
hoja. La cuestión es que no sé cómo comenzar. Aunque sí había comenzado días
antes, tratando de armar la historia de dos amigos en el infortunio que
contenía también una historia que partía el alma, pero cuyo escenario estaba
rodeado de infortunio, nada más, pero que dolía aunque sin partir el alma,
porque a pesar de las vicisitudes los unía la belleza de la amistad en el mismo
infortunio, pareciera que eran felices en medio de lo que yo, consideraba
desgracia.
La historia comenzaba con un cachorro cuya madre se
desconocía y cuyo padre, así lo rechazara, era visiblemente semejante, como
ocurre con los hijos naturales cuando se rechazan, son idénticos al taita, es el decir; en este caso, igualitico a
Max. Éste, tenía casi toda la genética del rodguailer (rottweiler para los
puristas). El clásico peso pesado, negro con ese caramelo compartido, las
notorias manchas a manera de cejas y en el pecho y las patas igualmente la
mancha caramelo. El perro que infunde temor, cuando no miedo.
Max, un adulto todo fortachón, que todo el día vivía
amarrado como cuidandero de finca que asusta; por eso, tal vez era egoísta
porque una vez suelto sólo quería que le consintieran a él, primero él y los
demás, que se frieguen. A pesar de su aspecto temible, sólo quería cariño,
bastaba una caricia, tal vez porque veía que la gente que se acercaba lo
primero que hacía era rechazarlo, por el mismo temor que infundía su presencia.
El hijo, el cachorro que conocí, se llamó Chapulín,
con el artículo el, conocido y concreto (o determinado y definido, para los
puristas), es decir, El Chapulín. Lo que son las cosas de curiosas, el nombre
le caía ni mandado a hacer. Inquieto, saltón, lloriquetas, batiendo la cola a
todas horas, tragón porque se comía todo lo que caía en sus garras y por comer
afanado, siempre terminaba primero y si lo dejaban, iba y asaltaba el plato
ajeno. Era El Chapulín que con el tiempo terminamos llamando El Chapo, porque además
tenía la virtud de escapárseles a los dueños siempre que lo amarraban. Ya
aprendía a reconocerse por ese nombre, el que le decíamos para llamar su
atención.
Le conocí con lo que calculamos que tendría unos dos meses.
Inicialmente rechazado por casi todos, no por ser rodguailer sino por lo
cansón, lloretas y su mal olor. Para arreglar lo último, a pesar de las
indicaciones que el mito urbano determina: a
los perros no se les puede bañar antes de los tres meses (no sé quién lo
dijo, ni quién inventó el mito, porque les da yonoséquécosas, pero en mi caso el mito resultó precisamente eso,
un mito), y decidí, sin previa venia de nadie ni del paciente, subirlo a la
alberca de la finca en donde estaba y bañarlo como se bañan los perros sucios,
con balde, agua y jabón. El agua, helada, como es el agua de las tierras frías
tirando a paramunas y en las primeras horas de la mañana, podrán imaginarse.
Una vez bañado, afortunadamente hizo un buen sol y se tendió en el pasto a echarse
su sueño y de paso secarse del inesperado baño. A pesar de todo, luego del baño
seguía siendo rechazado por llorón e inquieto. Por el contrario, entre nosotros
existió la química indispensable para que fuera yo el que no le rechazaba, el
que lo consentía, a pesar de todo. La química nos unió o al menos eso pensé yo.
Estábamos cuidando dos perras en vías de recuperación
por una esterilización que se les hizo a madre e hija (también ajenas, una obra
de caridad nacida de unas personas caritativas, pero como en toda buena obra,
no muy bien mirada por el dueño quien temía que le pidieran parte de la
operación), razón por la cual ellas quedaron autorizadas para pernoctar dentro
de la casa. Para la gente de campo, como ocurría antaño con quienes tuvimos perros
en la casa, el perro era perro, comía de las sobras que quedaban, no existía
oportunidad de conocer veterinario y se les vacunaba cuando había jornadas de
la Secretaría de Salud, nada más, eso eran los perros y se tenían para que
cuidaran la casa y punto.
El Chapulín era perro de campo y debía ser tratado
como tal y además tenía su casa, bastaba con alimentarlo y despacharlo al
anochecer, como se hacía con el resto de perros invitados. Pero no, no quiso
irse, de donde se vio que también era terco. Con el tiempo nos dimos cuenta que
además del papá, también era rechazado por los dueños, unos campesinos de la
zona, lo tenían como por no dejar, pero sin ningún interés, pareciera que ni
siquiera se preocupaban por su alimentación y con eso digo todo.
En las noches nada más lo sacábamos de casa empezaba
el calvario: lloriqueo, raspar de puerta con las patas, gemidos lastimeros
hasta que el sueño le vencía. Un día, en la noche cayó un aguacero torrencial,
con truenos y relámpagos, acompañados de los gritos desoladores de ese cachorro
hasta que llegó el momento en que mi alma no lo soportó, imaginándolo en medio
de la torrencial lluvia, llorando de desolación, suplicando un poco de calor y
porque sinceramente quería dormir sin oír el gemir ni el raspar la puerta, tan
solo arrullado por la lluvia de campo, por eso decidí dejarlo entrar. El animal
agradecido comenzó a mover su cola mientras lo secaba y luego escogió su rincón
en dónde dormir y pasar la noche con tranquilidad. Las noches sucesivas ya
tenía su lugar, a pesar de la pantomima que hacíamos para que luego del
atardecer se fuera a su hogar, si es que lo tenía, pero él, siempre fiel o
terco, estaba firme como un icaco, buscando su rincón de pernoctar dentro de la
casa. Nos hicimos a la idea (o logré que se hicieran todos a la idea de un
nuevo inquilino). Y él firme en todas
nuestras caminatas, no importaba el tiempo que duraran, siempre allí pero no
dejaba de quejarse con sus lloriqueos de vez en cuando, cuando parábamos a ver
un paisaje o para que pasara un carro por la estrecha carretera. También firme
a la hora del desayuno, del almuerzo y de la comida, como el resto de manada
que alimentamos en esas oportunidades.
La costumbre de alimentar a cuanto perro llega a la
casa cuando estamos en la finca alquilada, nació precisamente de otro perro,
Milan y este no es cualquier perro, es el perro de la familia, adoptado y que a
pesar de su gatuna indiferencia, nos ganó a todos el corazón y no me creerán
pero se cree de mejor familia y del estrato más alto que pueda haber, con decir
que se cree dueño de la hacienda que abarca todo el terreno hacia todos los
costados a su alrededor (sin admitir que la casa alquilada no supera los diez
por cinco metros; él no tienen noción de dimensiones). Y tampoco me lo creerán,
pero así es, Milan (con tilde o sin tilde, pues unos lo ven como el campeón
otros lo vemos como la ciudad que le da origen) desde que era cachorro (hoy ya
tiene dos años el señor, así como digo) llegaba a la finca y salía correteando
por todos lados y casas aledañas, llamando a todos los perros para que, por un
lado supieran que había llegado él y por otro para que fueran a su casa y cuando todos o casi todos
llegaban a visitarlo, él campantemente se iba y los dejaba envainados con
nosotros. Conclusión, darles de comer a los invitados, porque no es de
cristianos no dar un bocado a quien es invitado. Siempre he dicho que Milan es
de aquellos que invitan a la piñata, mira los regalos (aún con desprecio, si se
me permite la afirmación) y simplemente se va, dejando a los invitados mirando
para el techo. Nos hace pasar unas penas ajenas…
Por eso conocemos a Regalo (o Cacerola como parece ser
su nombre original), Toscana (aunque es realmente Suescana) y Fiona, su hija; a
Max y su hijo despreciado, el Chapo; y otros cuyos nombres no recuerdo como el
dóverman que cuida a los vecinos (igualmente una mansa paloma a pesar de su
linaje), al negro viejito, a los otros dos negros, al amarillito ese que fue
expulsado porque nada más entra a la casa orinada fija, además de que parece
que nunca se ha bañado y algunos más.
Meses después retornamos a ese descanso medio paramuno y con ansias
buscaba al Chapo, quien no apareció en toda la mañana, lo que me daba a pensar
en su desaparición, ausencia de perro. Nos saludamos con todos, pero el Chapo
no apareció, hasta que hacia la hora del almuerzo hizo su aparición con otro
compañero, que parecía igualmente cachorro, uno nuevo, que nos dijeron que
precisamente el día anterior había aparecido de la nada, un criollo con correa
pero sin ninguna otra identificación, de donde hicimos cábalas de que se había
perdido, se había volado o, lo peor, lo habían abandonado. Allí estaba, todo
alegre al lado del Chapo y parecía que había sido bien recibido por los demás.
Meneaba su cola porque sí y porque no, parecía ventilador y parecía muy feliz
por su entorno. Más cuando fue acariciado por todos como un nuevo perro de la
manada, no era líder, no tenía con quien disputar posiciones, por lo que tanto
Max como Toscana lo recibieron y aceptaron bien, su prestigio no corría peligro
con el nuevo, llamárase como se llamara, porque entre perros no importa el
nombre sino el olor.
Ese nuevo perro debería tener para nosotros un nombre, suponiendo que ya
hubiera tenido nombre, por desconocerlo, correspondía ponerle uno para efectos
de poderlo identificar entre todos los demás, para que no se sintiera anónimo,
supongo. Cosas de humanos y de nuestra proclividad a estar definiéndolo todo,
nombrándolo todo, a nuestro acomodo, a nuestro interés.
Porque batía tanto la cola, a Mónica se le ocurrió que era una baticola,
lo que sugirió que por ser macho sería Batman, pero terminó, según consenso
como Bruno, por Bruno Díaz. Por estas asociaciones y por haber tenido un nombre
previo, como suponíamos pero desconocíamos, me pareció acertado, porque Batman
ocultaba un nombre, desconocido para el resto de mundo. Asociación de palabras
disociación de ideas y de personalidades.
Y se hizo el trío dinámico de cachorros, porque entre Fiona, el Chapo y
Bruno era el trío perfecto para estar de correrías, peleando a su manera,
jugando, mordiéndose, retozando entre ellos, parecía un grupo de cachorros
envidiable. Aunque el duo dinámico era entre Bruno y el Chapo, los sin hogar,
los no invitados, los rechazados pero siempre agradecidos, según traducía el
movimiento de colas. También fueron un buen grupo de compañía en nuestras
caminatas, siempre a nuestro lado, en los momentos de lectura a nuestros pies,
cuando no estaban retozando cerca, o de compañía mientras admiraba el paisaje o
que simplemente dejaba que mis pensamientos viajaran con el horizonte, con las
nubes, con el viento de montaña.
En este viaje, ya sin Milan a bordo, no hubo pernoctada interna de
perros, ya no había razón y debíamos recordar que era perros, perros de campo
que debían mantener esa condición porque nuestra estadía sería corta, de unos
días y no era conveniente darles unas comodidades que al poco rato perderían
por no se sabe cuánto tiempo más. Haciendo símiles, el Chapulín había
disfrutado de calor de hogar la ocasión pasada, como lo habría tenido un niño
abandonado que es invitado a conocer otros lugares, con estadía de hotel cinco
estrellas y acabado el plan, volver a su rutina de abandono. Por eso creíamos
mejor que no durmieran dentro de la casa, no creía que fuera justo hacerlo
nuevamente.
Curiosamente ni en la primera noche ni las siguientes hubo escándalo por
habérseles impedido que durmieran dentro de la casa, no hubo chillidos ni
raspar de puertas, tal vez lo intentaron, pero pasaron desapercibidos. A la mañana
siguiente, desde la ventana vi al Chapo
y a Bruno durmiendo en el pastizal, uno al lado del otro, dándose calor como
acostumbran a hacerlo las personas abandonadas y desechables, si se me permite
el término, en esa asociación tácita de interés común, totalmente desinteresada
de solidaridad y cariño mutuo. Mientras les miraba dormir un gallo anunció el
levante y vi cómo se iban desperezándose, cómo se olían mutuamente, cómo se
acariciaban, de una manera natural, como sólo pueden hacerlo los desamparados,
cuando unen sus corazones desinteresadamente en medio de su desgracia, de sus
tribulaciones.
En la distancia sonreí al verles, el corazón se encogió al saberles
unidos, compartiendo una vida, que para ellos sería de perros, de perros de
campo, sin ninguna otra aspiración. Me alegró verles en una comunión de mutuo
apoyo, me tranquilizó que no pudiendo hacer yo nada por ellos, ellos se
apoyarían incondicionalmente, por toda la eternidad.
Ya el día del regreso se presentó una situación en que la manada pasó a
ser una jauría contra una oveja, que no quiero recordar, por ahora y a la que
debí enfrentar solo.
El dueño de Max y supuesto del Chapulín salió airado, los hizo recoger
para amarrarlos, previo desahogo de ira mal tratada –si se me pregunta es un
sociópata, pero mi diagnóstico no es profesional-. Una escena que deseo
olvidar, dejarla hundirse en las profundidades de mi propia caja de Pandora,
porque me dio una razón más para seguir pensando que la humanidad da asco
(algún día aclararé este punto, pero no ahora).
Al rato oí que seguía vociferando porque me había encerrado, no estaba
yo interesado en hacer parte de esa energía pesada que de él emergía. Entonces
miré por la ventana y en la distancia vi al Chapulín amarrado, pensé que era un
correctivo que el campesino hacía con sus animales, una soga al cuello, medio
colgante. Y pensé, pobre Chapo, inocente que pagó por estar en el sitio
equivocado, en el momento equivocado, hasta que lo libere.
Pero algo no funcionaba bien en mi mente, era como si hubiera visto lo
que yo quería ver mas no lo que pasaba en la realidad. Tal vez un engaño de mi
mente, como freno para no enfrentar una cruda realidad. Varias veces volví a
mirar al Chapulín hasta que me tocó aceptar la realidad que mi mente se negaba
a reconocer.
Estaba colgado como un cuatrero, simplemente colgaba de la soga, no se
veía ningún movimiento, ningún aspaviento. Simplemente yacía con la soga
rodeando su cuello, ya sin resuello, sin vida, se había ido, de una manera
miserable. Quedé mudo, no había palabras, no tenía lágrimas, solo sentí un
dolor muy profundo, solo pude elevar una oración al Dios de los perros, si es
que también existe; tristeza por el pobre Chapo; desasosiego por la miseria de
la humanidad; no había derecho, simplemente no había derecho.
Se fue en silencio, tal como había aparecido en mi vida, ningún otro
perro al parecer supo de su retiro, porque no hubo aullidos de conmiseración,
ni fue acompañado en su Gólgota, como suele suceder en las partidas entre
congéneres. Esta vez no hubo nada y nadie se dio cuenta tampoco, solo yo. Rogué
a los cielos para que el espectáculo fuera retirado, antes que nadie más se
diera cuenta. Al rato, fue descolgado, vi como transportaban su pequeño cuerpo
inerte hacia la montaña, me imagino que también fue tirado por allí, que ni
siquiera tuvo derecho a una sepultura, literalmente fue tratado como un perro,
según nuestra versión de vida.
No se lo merecía.
En la tarde, ya para retornar a la ciudad vinieron todos los perros a la
despedida, entre ellos Bruno. Nadie notó la ausencia del Chapo, solo yo, que sí
sabía en dónde estaba, miraba a los cielos y esperaba verle, ansiaba despedirme
de él viendo a través de las nubes.
Y Bruno, quedaba tan solo como yo. Fue muy triste despedirme también de
él, no se había dado cuenta que había quedado íngrimo, que ya no tendría al
Chapo para cobijarse con su cuerpo en las noches frías, ni como compañero de
juegos, mientras crecían. Solo cuando estuviera solo notaría la soledad y la
ausencia de compañero de infortunio y ver a Bruno así, sin que él lo supiera,
me hizo doler más el alma, porque el corazón ya el Chapo me lo había dejado
partio, sin su querer.
Solo pude atinar a decirle: Hermano, a partir de hoy está solo, el
Chapulín ya partió y nadie le lloró! A usté… tampoco!
Foto: JHB (D.R.A.)
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