Se estaba haciendo viejo porque lloraba sin pudor. (1)
Entre la soledad y el cambio de paisaje hay
un relevo de pensamiento, de estar pensando tantas pendejadas. Así planteado,
se siente en la distancia la inmortalidad, esa tan difícil de explicar.
Es el sentimiento de no pensar, de
simplemente volverse observador de cuanto lo rodea, sin juzgamientos, sin
prepotencia, sin crítica. Es fundirse con el paisaje mismo.
Es notar lo que nunca se nota, tal vez por
su eventual insignificancia respecto de la importancia
que nos hemos dado nosotros mismos.
Ver el vuelo incierto de una mariposa,
contemplar la infinidad de variedades que de ella pueden surgir, pudiendo
comprobar que la una es diferente a la otra, raza distinta de la siguiente,
maravillándose de su propia pequeñez, descubriendo también su importancia del
instante, ser consciente de que hacen parte de la vida, que la comparten con
algo mayor llamada naturaleza, de allí su importancia, la que tienen de ellas
mismas, la que comparten con nosotros, los desagradecidos de siempre.
Ver pasar moscas y abejas compartiendo,
coexistiendo por su propio interés, por el de su progenie. Así mantienen el
equilibrio. Al menos eso esperan.
Y yo, creyéndome más, creyéndome superior,
por ser pensante (me dijeron desde chiquito, nunca lo he podido comprobar), por
ser mayor, no por serlo realmente, sino solo por prejuicio. Eso nos enseñaron:
Somos los amos de la naturaleza y disponemos a nuestro antojo, a nuestro
capricho, a nuestro interés, aún a pesar del vecino.
A estas reflexiones se llega lejos de la
ciudad, en medio de la soledad y gracias al cambio de paisaje, donde la
nimiedad adquiere su importancia.
En el camino de la conversación me
reencontraré.
Los pesos compartidos se hacen más livianos,
pero he dado mi palabra a Juan de
guardar secreto. (2)
Foto: JHB (D.R.A.)
(1) Julia Navarro. La hermandad de la sábana
santa.
(2) Ibídem.
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