Palabras de un español que decidió quedarse en
Colombia, en un pueblo olvidado de Dios en la costa pacífica, cuya casa frente
al mar al levantarse le lleva a pensar en cómo se aburrirá ese día.
Palabras que pueden resultar disonantes pero también
sabias, si se le sabe mirar, si se le encuentra el sentido filosófico.
Y esas palabras me llevaron a Bertrand Russell que a
principios del siglo XX –hace cien años- se quejaba que a los niños no se les
enseñaba lo que era el aburrimiento, pues el aburrimiento era parte del ser
humano. A partir de él el hombre se las ingeniaba para salir de allí, le hacía
mentalmente más activo, más proactivo si se quiere. Y sostenía que Una generación que no soporta el
aburrimiento será una generación de escaso valor.
Y agregaba: La
capacidad de soportar una vida más o menos monótona debería adquirirse en la
infancia. Los padres modernos tienen mucha culpa en este aspecto; proporcionan
a sus hijos demasiadas diversiones pasivas, como espectáculos y golosinas, y no
se dan cuenta de la importancia que tiene para un niño que un día sea igual a
otro, exceptuando, por supuesto, las ocasiones algo especiales. En general, los
placeres de la infancia deberían ser los que el niño extrajera de su entorno
aplicando un poco de esfuerzo e inventiva. Los placeres excitantes y que al
mismo tiempo no supongan ningún esfuerzo físico, como por ejemplo el teatro,
deberían darse muy de tarde en tarde. La excitación es como una droga, que cada
vez se necesita en mayor cantidad, y la pasividad física que acompaña a la
excitación es contraria al instinto. Un niño, como una planta joven, se
desarrolla mejor cuando se le deja crecer sin perturbaciones en la misma
tierra. El exceso de viajes, la excesiva variedad de impresiones, no son buenos
para los jóvenes, y son la causa de que, a medida que crecen, se vuelvan
incapaces de soportar la monotonía fructífera. No pretendo decir que la monotonía
tenga méritos por sí misma; solo digo que ciertas cosas buenas no son posibles
excepto cuando hay cierto grado de monotonía.
Russell habla de los infantes de hace cien años, es
decir de todos aquellos abuelos que ya murieron, espero que no de aburrimiento.
Si Russell hubiera conocido a la infancia actual tal vez se sentaría
simplemente a llorar, porque comparativamente un niño de hace cien años con uno
de hoy no hay modo de comparación. El niño no ha salido de la cuna y para que
no llore le dan una tablet o un celular para que se entretenga; para que no se
aburra, no se les deja soportar la monotonía
fructífera y no se les da la oportunidad de saber que si quieren
desaburrirse son ellos los que tienen que buscar la solución.
Retrotrayendo mi memoria a mi infancia y juventud,
caigo en la cuenta de que mi aburrimiento lo colmaba con la lectura, de allí
esa afición. Y por eso hoy, ya pensionado, me pregunto cada día: y hoy cómo me
aburriré? Y cada día sale con su consabida respuesta.
A veces, el silencio en común es el mejor consuelo.(1)
Óleo sobre papel. Espátula. JHB (D.R.A.) |
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