Hay días en que quedamos sin palabras, quedamos mudos no porque no haya palabras, ellas están ahí, esperando su momento. Pero cuando el momento no es, ellas enmudecen y por más que queramos sacarlas a flote, ellas se niegan a hacerlo y así no más, quedamos sin palabras.
Es entonces el momento para pararles
bolas. Si ellas enmudecen, por algo ha de ser; si no quieren expresarse, por
algo ha de ser, sin duda alguna. Será un momento que nos invitan, por ese hecho
de estar mudas, a que reflexionemos, a que nos detengamos, a que frenemos en
este mundo frenético, que llega a cansar. Nos estarán invitando a ello o, tal
vez, nos están diciendo a gritos que dejemos descansar el cerebro, que harto ya
ha de estar, hasta de nosotros.
Tal vez por eso, solo por eso es preciso
dejar de pensar, por un instante, por un rato, por una eternidad. Sin saber
cuánto dura el instante, el rato o la eternidad, aunque qué más da, basta con
desacelerar un momento, sin saber qué es un momento, pero supongo que eso es lo
que dicen las palabras que no se quieren pronunciar, que no nos agobiemos, que
nos desestresemos y que tomemos energía para retomar la vida.
Ya las palabras volverán, ellas
sabrán en qué momento deben retornar, de eso no hay duda.
Por eso es por lo que no tengo
palabras, por eso quedo sin palabras.
[1] Donato Carrisi. El juego del
susurrador.
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