lunes, 6 de febrero de 2023

UNA OSCURA NOCHE

                Era una noche oscura, tan oscura que no se veía nada más allá de las tímidas luces rojas que se desprenden de la luz trasera de un carro. Sucedió después de bajarme del carro para abrir la puerta que daba acceso a la finca en que estaba. No era realmente una puerta como uno se puede imaginar, era una estaca formada con hilos de alambre de púas, lo que la hacía totalmente inestable y difícil de manipular, pareciera haber sido puesta de manera improvisada, lo que hacía que su manejo mereciera especial cuidado para no terminar estacado y con corona de púas.

                 La noche seguía igual de oscura. La maniobrabilidad de la puerta improvisada solo la sabe quien ha tenido contacto con el alambre de púas.

                 En la espesura de la noche y mientras abría paso para que el carro entrara, hizo que mi movimiento fuera dando pasos hacia atrás, cuidando a la vez en no rasguñarme con las púas; no alcancé a divisar una pequeña zanja, de esas que se hacen en carreteras improvisadas para que corran las aguas hacia los lados. Naturalmente perdí el equilibrio y si no fuera porque en el lado en que caía había un montículo, habría terminado como el redentor, con una corona de púas alrededor de mi cuerpo, realmente el montículo me sirvió de soporte a la caída que veía que sucedía en cámara lenta, atento a estirar los alambres para que no tuvieran contacto con mi cuerpo o habría caído cuan largo soy dentro de la zanja y lleno de púas.

                 Como dije y repito, la noche había sido consumida por la oscuridad, por lo que no veían nada a mi alrededor, salvo esas tímidas luces rojas traseras que, si he de decir la verdad, no iluminaban mayor cosa, pareciendo más bien una luz mortecina de un bar o un prostíbulo de mala muerte.

                 De un momento a otro comencé a sentir unas picadas intensas en los pies y los tobillos, supuse que me estaba enterrando unas púas de la puerta y naturalmente el primer pensamiento fue el de maldecir, la situación y el hecho mismo de la caída y sentía picada tras picada como si el mundo entero me estuviera atacando.

                 Hormigas negras, de gran tamaño -y eso no me lo imaginé, luego pude corroborarlo-, negras como la oscuridad que me abrazaba y si una me atacaba por la derecha, mientras me deshacía de ella, otra atacaba por la izquierda y con el tiempo atacaban simultáneamente y yo tratando de quitármelas de encima, para colmo, iba en sandalias. En algún momento corroboré que las atacantes eran hormigas, sentí que una de ellas se atrevía a subir por la pierna, a la que naturalmente ataqué sin compasión, eran ellas o era yo. Brincaba sin ton ni son, en una anarquía de saltos propios de un ataque improvisado y que lo deja a uno más despistado de lo que es.

                 El espectáculo visto desde la distancia podría parecer cuestión de un loco. Ver un viejito saltando o bailando sin ton ni son, sin ritmo, descoordinadamente de un lado a otro, bajando las manos a los pies y golpeándose sin razón alguna, según lo viera cualquier testigo que me viera en la distancia. De aquí para allá tratando de aplacar el dolor, deshaciéndose de las atacantes. Por ello debería verme patético o al menos ridículo.

                 Las cosas como son.

                 Visto desde otra óptica, las hormigas se estaban defendiendo, había caído al parecer en uno de sus nidos, un temible hormiguero de hormigas negras y grandes. Buenas defensas al parecer sí tenían. Y mientras tanto y como es natural en este tipo de ataques el viejito aquél atacado, es decir yo, soltando ayayais a diestra y siniestra, en un ridículo ritual sin explicación, para el observador indiscreto. Quejidos mientras trataba de liberarme del ataque debería hacer que me viera más patético de lo que puedo ser en sano juicio, pero afortunadamente la oscuridad no permitió ver cualquier sonrojo.

                 Y qué me dicen de tener que cerrar la puerta esa de púas, que nadie logra estirarla por más que lo desee, especialmente de un citadino en el campo. Tensar un alambre de púas es inexplicable, se necesita tener experticia, pues de lo contrario es imposible hacerlo, como en efecto terminé de hacer, no cerrarla, dejarla allí tirada luego de unos tres intentos por cerrarla, mientras las hormigas que aún estaban en mi cuerpo seguían atacando sin piedad y a sabiendas que morirían en el intento. Y no podía subirme al carro pues el riesgo era que las hormigas subieran conmigo y atacaran a los demás, por lo que opté por subir a pie el resto de carretera que quedaba hasta la entrada de la finca, en donde había la suficiente luz para hacerme una limpieza completa de esos horrendos bichos. Por ello era risible también el espectáculo de ver subir al viejito por la carretera, espantando hormigas, brincando de aquí para allá y tratando de correr, a la velocidad de viejito, claro está. 

Una proeza de viejito, me digo ahora en la distancia, pero qué jijueputas para picar… 

… nunca deja de asombrarse de la capacidad del ser humano para acostumbrarse a sus circunstancias. Es capaz de acostumbrarse al hambre, a la sed, al sobretrabajo, a la violencia, a la opresión, a la inseguridad, a la guerra. Pero también puede vivir en el desierto o en el hielo, puede vivir en la montaña, hasta en la selva. Su adaptación es el mejor testimonio de sus grandes logros. Y también el de sus mayores fracasos.[1]

Foto JHB



[1] El silencio de Lucía. Raúl Garbantes.

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