El valle de lágrimas, el valle de la muerte. Claro que añoramos la redención, claro que esperamos a que un dios nos salve, que nos diga que todo nuestro sufrimiento tiene un sentido, una razón de ser y que tras cada lágrima se halla una promesa. La promesa de que en algún lugar existe la paz, o de que en algún momento existirá[1]. Sin embargo, El tiempo hace olvidar los dolores, extingue las venganzas, apacigua las cóleras y ahoga el odio; entonces, el pasado parece no haber existido nunca; los aflictivos dolores y las súbitas pérdidas no se toman ya en consideración; Dios no hace distinción alguna entre la compensación y el don gratuito, entre la iniciativa de su gracia y la recompensa; los siglos que pasan, las vicisitudes del tiempo borran cualquier relación causal[2].
… no era un hombre
supersticioso, ni tampoco creyente de religión alguna. Haber crecido en un
orfanato bajo la estricta disciplina de las monjas le hizo odiar los
dogmatismos de la religión católica, así como los preceptos cristianos que
celebraban el dolor y se cebaban en la culpa, al menos tal como se le figuraban
conforme a sus referentes[3].
Y esa culpa era por toda la eternidad, salvo que pudiera liberarse de ella.
Pero difícil era, si todo se reducía a la eternidad.
—La eternidad puede estar en las bibliotecas —dijo—
porque siempre habrá alguien que las consulte y rescate un nombre del olvido.
Pero las bibliotecas no serán eternas, y los hombres tampoco. En cambio, quizá
la eternidad esté en nuestros genes: los trasladamos de una generación a otra y
forman la entraña de nuestra vida. Sí, quizá los genes sean la eternidad: si un
día los seres humanos desaparecemos, de nuestros genes saldrá algo nuevo, pero
seguirán viviendo.
—Sin memoria del pasado…
—Sin memoria del pasado —contestó.
—Quizá por eso la eternidad la basamos en Dios, que tiene
memoria. ¿Tú crees en Dios?
—Si no hubiera nada más allá, toda la riqueza de la vida
me parecería grotesca. Ésa puede ser una razón.
—¿Y en el diablo? ¿Crees en el diablo?
… no se sorprendió ante la pregunta.
Parecía como si llevara pensando en ella mucho tiempo.
—En los libros santos se habla mucho de Dios, pero no se
aclara quién es —murmuró—, y aún menos quién es el diablo, el cual aparece
citado muy marginalmente y con personalidades distintas. La Biblia no dice que
el diablo se rebelara contra Dios: sólo dice que lo tentó. Si se dice que Dios
está en todas partes, el diablo también tendría que estarlo, pero no llego a
discernir más allá. Lo que sí creo, curiosamente, es que el diablo es más
humano que Dios.
Y a continuación musitó:
—¿Por qué lo preguntas? …
—Eso es lo que me pregunto, aunque también me pregunto
por qué llamamos diabólico a todo lo que es extraño. Quizá es que necesitamos
personificar el mal[4].
Podría
ser, podría ser…
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