Frase de alguna película vista, no recuerdo cuál. Pero debe ser leído con la debida ironía.
Eso me
llevó a pensar en los cementerios. Cambios que han venido sufriendo, como todo
en esta vida. De la putrefacción del mausoleo a la cremación de hoy, ambos con
igual destino, el polvo, con el mismo origen, el polvo.
De parques
temáticos -porque hay una variedad variopinta de ellos, como de difuntos- a
cenizas que no deberían estar guardadas sino que deberían estar, como dice la
biblia -si no la tergiverso-, en el polvo, polvo al polvo.
Hay de
todos los estratos, los hay finos, los hay de mediopelo y los hay proletarios y
hasta fosas comunes.
A la larga
qué importancia tiene para el muerto en dónde lo entierren, si de todos modos
ya no le importa la vida. Y a los que les importa, al cabo de unos años deja de
importarles al desvanecerse en el recuerdo, pues ya las visitas terminan no
haciéndose. Qué hipócritas somos los vivos.
No hay como
entrar de visita a un cementerio, cámara en mano, claro está. Se ven las
lápidas de quienes duraron más de cien años acompañados por algunos que solo
alcanzaron a respirar unas horas, qué ironía.
Pasan
desapercibidas las buenas personas, al menos tanto como los que no lo fueron;
siempre se ha predicado que no hay muerto malo y eso nos lleva a encontrar en
familiar vecindad al hampón con la dulce paloma, qué ironía trae la vida, pero
es así.
Y las
lápidas de antaño nos enseñan el decurso de la vida. Hasta los nombres delatan
la edad del penitente como puede ser el Epaminondas o la María del Rosario del
Santísimo, con el posterior y común Juan hasta llegar al hoy Yerson o la
Yenifer, por no insultar demasiado la amalgama nominativa actual, acompañada de
una muñeca, un carrito o los eternos escudos de Santafé o Millos.
Nombres
curiosos, fechas extrañas, grandes mausoleos frente a tumbas venidas a menos.
Es el silencio de los olvidados, como todos llegaremos a serlo.
En efecto, el
cementerio está lleno de quienes se sintieron imprescindibles, como creemos
serlo todos.
Créame, la muerte es piadosa porque no deja
ver los horrores de la vida, ni los horrores de nuestra propia obra. La
inmortalidad es el peor castigo que se nos puede imponer, y me compadezco de
Dios porque también la sufre.[1]
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