miércoles, 8 de junio de 2016

DESTINO: MORIR.

La leyenda de Samarcanda. Había una vez un hombre que no quería morir. Era un hombre de Isfahán. Y una noche aquel hombre vio que la Muerte lo esperaba sentada en el umbral de su casa. “¿Qué quieres de mí?”, gritó el hombre. Y la Muerte: “He venido a...”. El hombre no le dejó completar la frase, saltó a un caballo veloz y a rienda suelta huyó a Samarcanda. Galopó dos días y tres noches sin detenerse nunca, y al amanecer del tercer día llegó a Samarcanda. Seguro que allí la Muerte había perdido sus huellas. Descabalgó y se puso a buscar albergue. Pero al entrar a su habitación se encontró a la Muerte esperándole, sentada en la cama. La Muerte se levantó, fue a su encuentro y le dijo: “Me alegra que hayas llegado a tiempo. Temía que nos perdiéramos, que fueras a otro lugar o que te presentaras con retraso. En Isfahán no me dejaste hablar. Fui a avisarte en Isfahán de que te citaba al amanecer del tercer día en la habitación de esta posada, aquí, en Samarcanda.”

Esta leyenda la leí originalmente en Oriana Fallaci (Un hombre) hace muchos años y con el tiempo la he visto en diferentes versiones. Afortunadamente entre mis viejas notas me encontré esta versión, que es la que me gusta.

Estamos condenados, en muchos aspectos, a la fatalidad. A la fatalidad de nacer (al venir sin ser consultados), a la enfermedad, a ser hombres y, como tales, también a morir, -“El hombre puede corromperlo y engañarlo todo menos la muerte y el nacimiento” (Oriana, Un hombre)-. Otros, conmigo, diremos que también la fatalidad moderna nos persigue obligándonos a trabajar, a estresarnos –por cuenta propia o ajena-, a ser consumidores natos, a luchar sin razón, sin causa o por razón y causa ajena. Y siguiendo con mi pensamiento, somos y estamos fatalmente invisibles a todo ello –tema que me ocupará en otras oportunidades, así como recaeré (para reforzarme?) en el tema de ahora-.

Pero concentrándome, la fatalidad se lleva de nacimiento a muerte, prevista de antemano, me atrevo a precisar. Algo me llevó a la necesidad de precisar la palabra fatalidad: Destino o sino, especialmente el que determina desgracias.” (Gracias por la aclaración, le digo a ese algo que me hizo desviar un poco de mis pensamientos.) Estaba por buen camino al ingresar como destino y encontrar un sinónimo no previsto, la fatalidad, pero con la inclinación hacia la desgracia.

Dentro de mi dicotomía, creo que mi desvío opta hoy por el fatalismo; el destino, como menos fatal, quedará en el tintero para futuras, supongo muchas,  elucubraciones. (A menos que Samarcanda llegue primero, me oigo decir.)

Y esta vez sale a mi encuentro y salvación nuevamente Savater:  “En cuanto ‘producto’ material, llevamos la fecha de caducidad inscrita en nuestros genes” (Las preguntas de la vida).

Y en efecto, nos tenemos que morir, esa es condición humana fundamental. Alejémonos por el momento de lágrimas y pesares, tristezas y abatimiento, pesadumbre, angustia, desconsuelo, tormento, congoja, desolación (Toda esa sinonimia, no venga a descrestar, es producto de la ayuda del mismo Word, oí sentenciadoramente a esa loca que tengo en la cabeza. Hoy es imposible demostrar sabiduría auténtica, dije como excusa exculpatoria, por eso hay que recurrir a toda herramienta posible que nos da la tecnología, sentencié en mi defensa.)

Si supiéramos –aunque lo sabemos pero no lo aceptamos, ni lo contemplamos dentro de nuestros planes- que cada día podemos morir, tal vez veríamos la vida con otros ojos, más ajenos, como de espejo que nos recordara nuestra levedad o la de Kundera. Pero no hay como la fase de negación que hacemos constantemente con las noticias que no son tan agradables; con la muerte, con mayor razón. Delante de la muerte no hay que sonrojarse de la miseria.”, insinúa la Fallaci.

Sigo insistiendo, estamos destinados a morir. Cuándo? No lo sabemos, aunque sabemos que es el día menos pensado. Dónde? En cualquier lugar, con ironía o sin ella; por ejemplo la de los turistas que se fueron a morir a Egipto, lejos de casa. Y el cómo? Ese, creo, es el más curioso de todos. La cuestión no es cómo queremos morir, porque desafortunadamente nuestra voluntad no cuenta, no es nuestra decisión, ojalá lo fuera, pero no. Era al tercer día, en la posada, pero la leyenda no concluyó con el cómo. (Repaso: ““Me alegra que hayas llegado a tiempo. Temía que nos perdiéramos, que fueras a otro lugar o que te presentaras con retraso. En Isfahán no me dejaste hablar. Fui a avisarte en Isfahán de que te citaba al amanecer del tercer día en la habitación de esta posada, aquí, en Samarcanda.”).

 

El cómo nos lleva al instrumento del que se valdrá Azrael –el ángel encargado de esta triste tarea humana-. Esta pregunta resulta más indescifrable que las otras, por demás semejantes. El instrumento del que se servirá, iba a escribir las diferentes formas, de mano ajena o propia, por calamidad, incendio, ahogamiento, pero pensé que de pronto la ironía es la más usada. Personajes que se creían imbatibles desde Jobs, Santodomingo, Juan Pablo II y el mismo Hugo Chaves, dejaron todo –literalmente- y no se llevaron nada –literalmente- y uno termina preguntándose, todo para qué? Pero en esta vida, el todo es lo que vale! (Según dicen!)

 

La ironía igualmente acompaña a los suicidas que no logran llegar a feliz término (“No sabía todavía que la muerte se aparta de los que la llaman.” Oriana), con lo que se refuerza que no es cuando uno quiera, ni como uno quiera, ni en donde quiera. La respuesta a todos ellos es simple, es cuando le toca, donde le toca y como le toca.

 

Hay mucha tela qué cortar, pero por principio, al menos mío, no debo sobrepasarme escribiendo demasiado largo, por respeto a quienes puedan leerme, ya que no por mí, que de pronto algún día terminaré escribiendo un manual de vida y que para escribir paja, aquí estoy.

 


Para concluir por hoy –porque el tema seguirá per omnia secula…- culmino con la misma desesperanza de la Fallaci: “Quisiera comprender por qué he vivido, pero al final de este último libro lo sé todavía menos que nunca.”


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