"Cada cual es responsable de las palabras que
escribe,
y de las que lee, pues cada cual es libre ante su lectura."
Eliette
Abécassis. Qumrám
Hay muchas cosas que no son enseñadas al ser humano, ni en la casa ni en el
colegio, ni siquiera en la vida. Pareciera que está condenado a aprenderlas en
carne propia. Podría citar, por ejemplo, el matrimonio, la paternidad, la
aceptación del ser, el valor de uno mismo, la conciencia del ser, el primer
empleo, la sexualidad, la correlación con otros y la lista a pesar de parecer
corta, puede ser tan larga como pueda uno recuperar las experiencias de todo lo
que cruzó por su vida y que un manual del usuario le hubiera ayudado a ser
mejor, o al menos a hacerlo mejor –pueden hacer el ejercicio-. Al menos
estuviera uno programado genéticamente para saber cómo comportarse en
determinadas circunstancias obligatorias de la vida, tal como acontece con los
animales: los mamíferos saben que una vez nacidos tienen que ponerse en pie,
saben en dónde queda la teta de la mama, saben que su supervivencia depende
mucho de ellos, porque la naturaleza ha determinado el corto tiempo de
dependencia. En los humanos, la genética no nos ha involucrado en esos
aspectos, somos totalmente dependientes a todo lo largo del camino de nuestra
vida, de niños, de adultos y de ancianos, siempre dependientes. (Cosa berraca! Me
oigo decir).
Y aún hoy, sin ver hacia atrás, cómo me sería de buena ayuda el tener un
manual para la tercera edad (la vejez, la adultez mayor o como quiera
llamársele), a pesar de que hoy en las librerías lo que sobran son libros de
ayuda para todo, incluidos los dummies. Un manual genético que me permitiera
afrontar esta nueva etapa con dignidad, entereza, aún ante la desgracia de la
salud, sin autocompadecerme y sobre todo, sin conmiseración ajena, a pesar de
que siempre explotamos y nos cobijamos con el pobreteo (pobrecito! me insiste el
de adentro!), para obtener dádivas que no nos merecemos o que no nos
correspondería por el contrario. Y uno en particular, el manual para el mejor
morir, para cuando nos cansemos o para cuando ya estemos inservibles o ya no
demos más. Pero el cuento no es éste, por el momento.
Soy consciente que uno siempre busca la aceptación ajena, por no decir
social. Escribo para que me lean, para hacer alarde de algo? –tal vez, de
pronto-. Otros tienen carros, casas y becas, para demostrar que están por
encima de otros más o, al menos, para que otros vean que está igualándose a
esos otros. Se baja la cabeza, sin sentido, con tal de ser aceptado en el grupo.
El grupo es lo importante y su aceptación lo es más. Se da todo por pertenecer
a él, no importa si el grupo es religioso, político, laboral, grupo es grupo.
En otras palabras, uno siempre está detrás de una aceptación –social o de
grupo-, a cada momento, en cada circunstancia de vida. Pero… acabo de pensar
que uno anda en busca de la aceptación del grupo, cuando lo realmente cierto es
que primero debería uno aceptarse a sí mismo, con virtudes y defectos como
decían los sabedores, tal como se es y basta con rememorar la adolescencia,
llena de defectos y limitantes sociales, de los barros –acné- a la falta de
plata, que conducía necesariamente al ‘achante’ y a la búsqueda entonces de la aceptación
de grupo, así fuera de un grupo de no aceptados, par entre los pares! (Leyendo
por ahí me encontré: “La aceptación incluso puede referirse a la aprobación física, cuando un
sujeto tiene que aprender a aceptar su cuerpo tal y como es y evitar sentirse
deprimido al respecto. Se conoce como dismorfofobia un trastorno que impide a un individuo mirarse a sí mismo con objetividad;
en cambio, ve en primer plano sus defectos y los magnifica. Las consecuencias
de esta enfermedad son muy variadas, aunque el miedo a salir a la calle y ser
visto por otros suele ser un denominador común.”) (http://definicion.de/aceptacion/)
La cuestión es que estamos obligados a salir a la calle, a afrontar la vida, sin manual, sin experiencia e improvisando, todo lo que se pueda, porque somos ‘seres sociales’. Tal vez por eso es que también somos multiplicadores de taras y mitos urbanos, porque una vez aceptados en un determinado grupo terminamos pareciéndonos entre todos, repitiendo sin razón las mismas letanías… (oigo decir: me estoy saliendo del tema por mi proclividad al desvío causado por la emoción de descontrolarme).
Con todo, el consuelo lo obtengo en las siguientes palabras: “Lo ha expresado muy bien el gran sicólogo
William James: ‘El yo social del hombre es el reconocimiento que éste obtiene
de sus semejantes. Somos no solamente animales gregarios, que gustamos de la
proximidad con nuestros compañeros, sino que también tenemos una tendencia innata
a hacernos conocer, y conocer con aprobación, por los seres de nuestra especie.
Ningún castigo más diabólico podría ser concebido, si fuese físicamente
posible, que vernos arrojados a la sociedad y permanecer totalmente
desapercibidos por todos los miembros que la componen.’ Nadie llegaría a la
humanidad si otros no le contagiasen la suya, puesto que hacerse humano nunca
es cosa de uno solo sino tarea de varios; pero una vez humanos, la peor tortura
sería que ya nadie nos reconocieses como tales… ¡ni siquiera para abrumarnos
con sus reproches!” (Savater, Las preguntas de la vida).
Y una vez aceptados, queremos trascender en ellos mismos, en el grupo
mismo, ante la imposibilidad de hacerlo respecto del resto del mundo. Ese
trascender, para este caso, debe entenderse como la capacidad y posibilidad de
ir más allá al conocimiento de un sujeto, más al reconocimiento del sujeto. (Ya
parezco un filósofo tratando de explicar lo inexplicable. Lejos de mí! Me oigo
gritar!)
La parte anecdótica de lo que quisiera expresar y ahora, mientras lo
escribo, me parece que las dos palabras que dan origen a este blog fueran
sinónimas, en cuyo caso aceptémoslas así, como simple dogma –y para estos
efectos-. Decía que lo de la trascendencia se quedó muy pegado en mi memoria
universitaria, cuando hablando paja un grupo de amigos, uno de ellos expresó
que para él sería fatídico morirse sin haber trascendido, en lo que fuera, no
ser reconocido por el mundo, que era trágico que al morir nadie supiera que
había cruzado este mundo, sin pena ni gloria. Le envidié, en su momento, porque
al menos tenía algo claro en la vida. Aparentemente. Conocí de primera mano su
capacidad para el dibujo y pensé que si se dedicaba a esas artes, trascendería
y sus obras perdurarían a su vida, podría ser reconocido. Igualmente creo que
hubiera podido ser escritor, tenía su talento. Pero hoy, 40 años después de ese
comentario, veo que él no trascendió en la forma como quería. Por las
referencias que en el tiempo he tenido de su vida, parece que ha terminado con
una vida opaca, chismes que no son del caso contar acá. Llevó una vida común,
totalmente común, pareciera que será su gran frustración si llega a recordar su
afán de trascendencia. Siguió su destino, diría yo –y ya tendremos oportunidad
de hablar del destino-.
Y si pudiera hilar todo esto, puedo llegar a la conclusión de que, en todo
caso, sí trascendió. En mí, al recordarle y de la misma forma, puedo llegar a
la conclusión de que uno, quiera o no, por bien o mal, trasciende en otras
personas. En familiares, conocidos, amigos, a aquellos que pueden decir ‘lo
distingo’, a los vecinos desconocidos, con personas con las que uno se cruza
permanentemente o una sola vez en la vida, de cualquier manera uno llega a
trascender en otros.
Uno trasciende y hace historia cuando lo recuerdan, aún en vida, aclaro. Por
efectos de aceptación, supongo, una vez hice un ejercicio de cuánta gente pude
conocer –sin contar cuánta pudo conocerme, que es asunto diferente- y me puse a
contar tantos de la familia, tantos amigos –incluidos correlacionados con los
que pude haber hecho contacto en algún momento-, tantos compañeros de viaje, de
trabajo, durante tantos años de ser empleado, y así seguí la cadena y al perder
la cuenta decidí que la cadena de conocimiento era algo extensa. Con eso
bastaba, había trascendido en ellos y por ellos.
Sin embargo, para precisar matemáticas por decir algo, el colegio, un curso
–primero de bachillerato- dividido de la A a la F y cada uno de ellos con 40
alumnos de promedio. Sin contar profesores y otros, por encimita son 240
personas. Solo en ese círculo, de cualquier manera –buena o mala-, tuve
contacto con ellos, todos. Unos olvidados, otros recordados, unos indiferentes,
otros deferentes, todos hoy unos extraños. Si esos sólo fueron durante un año,
las proporciones son mayores a lo pensado originalmente.
Pero volvamos al cuento. La vida no pasa indiferente, uno trasciende a
partir del prójimo que le aceptó y el ejercicio es recíproco. Pero como pasa
luego de la muerte, ‘el olvido que seremos’ ocurre aún en vida, al olvidar la
trascendencia y la aceptación de cada paso por la vida, sin un manual, sin una
guía.
En consecuencia, trascendemos a través de los otros y buscamos aceptación
por su intermedio.
D.R.A. Foto: JHB
No hay comentarios.:
Publicar un comentario